domingo, 1 de enero de 2017

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 7.- EL DEBATE SOBRE PIO BAROJA

Habían pasado algunos años desde que, en una excursión a la sierra, el viejo que encontramos al paso nos sorprendiera preguntándonos por dominicos históricos de quienes lo ignorábamos todo como Savonarola o Tomás de Aquino. Nuestros evidentes progresos, en buena parte, no correspondían a la educación reglada porque eran patrimonio de las corrientes liberales, aconfesionales, independientes y tal vez mal avenidas con la tradición. Y nos interesaba la conflagración que nuestra generación vivió apasionadamente:la guerra de Vietnam. Discutíamos las hipótesis creacionistas y tomábamos posiciones a favor del darvinismo. Mostrábamos una intensa curiosidad por los acontecimientos políticos externos, a pesar de vivir en una burbuja a la que caracterizaba su capacidad para satisfacer nuestras necesidades primarias y vitales. Y habíamos abandonado en buena parte la subcultura de evasión, o las tendencias literarias de contenidos neutros, aunque no era menos cierto que nuestro perfil, decididamente frágil, lucía grandes agujeros culturales.
De las inquietudes que teníamos, por entonces, buena parte la debemos a las aviesas amistades con las que aún nos sentimos en deuda. Y entre éstas hoy quiero recordar, de nuevo, las de Abel y Abundio Marchamalo, hermanos gemelos alrededor de los que se formó un grupo de excéntricos conocidos como “La camarilla de Abel”, seis u ocho amigos que nos distinguíamos por hacer reuniones en el gimnasio los sábados por la tarde, donde nos comíamos hasta cuatro bocadillos de sardinas en lata por cabezaabundantemente regados con agua, bañándonosdespués en la piscina cubierta.
Pero la historia que me propongo contar ahoraquiere dejar clara nuestra atención a la literatura. Los hermanos Abel y Abundio Marchamalo eran dos excelentes lectores con los que yo acostumbraba a competir poniendo a prueba mis conocimientos, si bien en inferioridad de condiciones. Sin duda no éramos únicos, en el colegio veíamos con frecuencia a otros compañeros realizar los mismos ejercicios, tal vez en cualquier disciplina, o materia lectiva. El lector lo va a entender conforme vaya desarrollándose este relato, pero tampoco sobra una sucinta explicación.
Alguien entre nosotros comenzaba citando a un autor. Acontinuación,daba algún dato o hecho que lo identificara. Seguidamente cada uno de los participantes habría de proseguir demostrando poder aportar nuevas referencias del personaje, hasta que alguno de ellos incapaz de hacerlo se anotaba una falta y, de nuevo citaba a otro autor dando comienzo otra ronda. Cinco fallos hacían perder la apuesta a quien los cometía, y en consecuencia debiera pagar una consumición en el bar que raramente llegaba a materializarse porque no teníamos un duro, aunque el hecho de la derrota era como en el ajedrez, un castigo moral muy severo.
Aquella tarde nos encontrábamos en el aula recogiendo los libros de Literatura, de que íbamos a servirnos en la sala de estudio para afrontar el examen de final de curso al día siguiente, cuando Abel Marchamalo nos retó diciendo:
–Sé que sabéis mucho del texto que tenemos en las manos, pero dejadme que hoy comience la pelea recurriendo a Walter Benjamín, un autor que no hemos estudiado, y que se suicidó en Portbou (España) en el año 1940… Maldía, ¿qué sabes de él?
–Que era de nacionalidad alemana, y poco más–respondí yo.
–De origen judío, si no me equivoco –aportó Abundio.
–Permitid, –dijo Abel en su turno– que me sirva de una cita de Walter Benjamín, que suscribiría cualquier persona razonable: “Tres hombres pueden guardar un secreto, si dos están muertos”.
De nuevo me tocaba a mí decir algo de Walter Benjamín, y no supe responder, de manera que apuntaba mi primer fallo, y pensaba velozmente a qué personalidad podía citar para sorprender a mis amigos, decidiéndome por un histórico personaje italiano:
Girolamo Savonarola
–¡Propongo a Savonarola, Girolamo Savonarola! ¡Ése sí fue un dominico auténtico! ¡Un santo de verdad, fusta disciplinaria de homosexuales, prostitutas y paganos! El látigo de Dios contra el vicio y el libertinaje, apóstol de la supresión del denudo en el arte, la revisión de la ciencia, y la hoguera de las vanidades en la que ardieron libros de Boccaccio y Petrarca. Lamentablemente Savonarola fue excomulgado por el papa Alejandro VI, y le quemaron después de ahorcarlo en la Plaza de la Signoria de Florencia.

–Juguemos limpio, –intervinieron los hermanos Marchamalo– Savonarola no pertenece al mundo literario… no nos sirve.
La puerta del aula se abrió ligeramente distrayendo nuestra concentración, los tres giramos la cabeza al unísono, y a la espera de que pasara algún compañero, pero nadie apareció y nos quedamos con el regusto de la sospecha. Abel se encaró con nosotros reprochándonos hablar en muy alto tono, y nos aconsejó discreción:
–¡Tened cuidado porque a nadie importa de lo que hablemos!… aquí las paredes tienen las orejas del tamaño de la puerta de una catedral… Advierto que, si os oyen decir alguna inconveniente barbaridad, yo me lavo las manos como Herodes.
–Como Pilatos... –rectifiqué y repetí de inmediato–: ¡Como Pilatos!
–¿Es que Herodes no se lavaba? –preguntó Abundio Marchamalo.            
–Bueno, –corté encajando la derrota– si no aceptáis a Savonarola, propongo a Pío Baroja, un verdadero autor de culto del 98; un vasco desarraigado y universalista que está enterrado en el Cementerio Civil de Madrid.
–Bueno, fue un anarquista de salón, es decir, de poca actividad política –concluyó Abundio persuadido de su ventaja.
–También, –continuó Abel– un amigo de librepensadores combativos, anticlericales y pesimistasque, estudióla carrera de medicina y apenas la practicó porque vivió del negocio de la panadería en Madrid.
–Escribió “Las inquietudes de ShantiAndía” –reboté yo.
–“La estrella del capitán Chimista” –precisó Abundio.
La puerta del aula se abrió de nuevo un poco más, hasta quedar semientornada, aunque en esta ocasión no le prestamos más atención de la que merecía. Si cabe, sintiéndonos más seguros, reiniciamos el debate levantando la voz y fueron aportándose títulos de las obras de don Pío Baroja hasta citar más de cuarenta. Pasamos después a poner sobre la mesa su segundo apellido: Nessi. Los nombres de sus padres, tíos, hermanos, profesiones y artes de cada uno, propiedades, títulos, méritos, tendencias políticas, viajes y amigos… ¡qué sé yo! Los hermanos Marchamalo defendían el mundo barojiano como jabatos. Fue entonces cuando Abundio entró en el anecdotario de la última fase de la vida del escritor, dando inicio a un verdadero debate diciendo:
–En el salón de su vivienda colgaba un reloj de pared, sobre el que una leyenda recordaba el peligro de vivir: “¡Todas las horas hieren… la últimamata!”Sin embargo, lo que en realidad le preocupaba era la muerte digna, “el cómo morir”, no “el cuándo morir”. Lo explicaré mejor. Estando un día en amena conversación con su sobrino Julio, llegó un amigo común a comunicarles la muerte de Ortega y Gasset, asegurando que se había dejado confesar por un sacerdote en los últimos instantes de su vida. Extrañado don Pío de la abdicación del filósofo, preguntó al informante por el procedimiento que utilizara el sacerdote para persuadir a Ortega, y aquél le respondió resuelto:
“Muy sencillo, amenazándole con la inmortalidad”.
 La cara de don Pío la iluminó una significativa mueca, y dirigiéndose a su sobrino le pidió:
“Julio, compra una buena escopeta y, llegada mi última hora dispara sobre cualquier sombra negra que aparezca en casa”.
Con aquella petición, una vez más, asentaba su bien conocida doctrina de que:
“Todos los españoles vamos detrás de un cura, unos con un cirio, y otros con un palo”.
–En efecto… –prosiguió Abel tomando el relevo– Julio, su sobrino, se apresuró a comprar la escopeta de repetición, y un año más tarde don Pío agotaba los últimos momentos de su vida, sin que resultara necesario el uso del arma de fuego por la falta de iniciativa o acoso eclesiástico. Cierto que alguien le hizo saber al obispo de Madrid, monseñor Leopoldo Eijo, el estado que atravesaba, pidiéndole que fuera a confesarle, pero éste respondió:
“Yo no voy a confesar a Baroja, Baroja debe morir como ha vivido”.
La única visita clerical a la casa del escritor se produjo después de su fallecimiento, y todavía de cuerpo presente. La realizó un sacerdote, amigo y adversario, vecino del mismo edificio de la calle Alarcón número 12 de Madrid, quien comentó con los allegados que velaban el cadáver:
“¡Menuda sorpresa se habrá llevado don Pío al entrar en el cielo!”
–Bueno, –tomé la palabra sin dejarme amilanar y seguro de mis recursos– la información de que puedo dar fe, extraída de la excelente Enciclopedia Francesa, ofrece una versión distinta.  ¡Escuchadme! Siempre hay almas caritativas dispuestas a facilitar a los demás el camino de la salvación eterna, y a D. Pío Baroja le tentó alguno de los académicos de la lengua que le visitaron, al preguntarle:
“Don Pío, ¿desea usted que le atienda el señor obispo de Madrid? ¿Quiere que monseñor Leopoldo Eijo, pase a confesarle?... Lo haría encantado, y no se trata de ningún extraño, sino de un colega nuestro en la Real Academia”.
Y don Pío Baroja, según dice la bien documentada Enciclopedia Francesa, pronunció las últimas palabras de su vida con entereza y un hilo de voz…
Una violenta apertura de la puerta del aula empujada por las manos del padre Cea, profesor de literatura, interrumpió mi discurso imponiéndose con un grave vozarrón y declamando al tiempo que entraba:
–“¡Sí, que pase el señor obispo… que voy a sacarlo de aquí con una patada en los cojones!”
Después prosiguió–: esas fueron las últimas palabras de Baroja, y te las enseñé yo, Máximo Maldía…¡Personalmente yo!… ¡¡Este cura!!... ¡¡¡Qué Enciclopedia Francesa ni qué mierda!!!...
–De acuerdo, padre Cea, de acuerdo –dije cabizbajo y mirándome los zapatos.
Se hizo un espeso silencio y abandonamos los tres amigos el aula, desalentados, con los libros de texto en las manos. La historia, sin embargo, tendría un buen final. Apenas habíamos andado veinte o treinta metros, cuando erguimos las cabezas al escuchar al cura decir a nuestras espaldas que, premiaba nuestra aplicación generosamente:
-¡No necesitáis presentaros al examen de mañana, sois acreedores de un sobresaliente!




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