domingo, 13 de marzo de 2016

¿EL ESPÍRITU, O LA MATERIA?


     Vivimos en el centro de una revolución cultural sin precedentes, y una progresión geométrica de los medios tecnológicos que la hacen posible. La discusión, sin embargo, entre espiritualistas y materialistas filosóficos persiste, perdura la división antinómica. Y subsiste con independencia de que los unos y los otros en la práctica caigan tarde o temprano en el materialismo moral, o la avidez grosera de satisfacer ambiciones tan primarias que deberían bastar para decidir que el espíritu es dependiente, y la materia su verdadero origen.


      Y hablamos, por una parte, del materialismo corpóreo y el materialismo incorpóreo tal y como lo representa la electricidad, y por otra de la espiritualidad con independencia de la religiosidad, o no, es decir, también de una espiritualidad secularizada y no dominada por rituales institucionalizados o religiosos. Dicho en otras palabras, y tomando partido, hablamos de la espiritualidad o fenómeno mental inseparable de la sustancia cerebral de la que  sin duda procede. Tan inseparable, digo, es el espíritu de la materia como el olor de la flor de la flor misma, o el calor de la fuente que lo genera, o la luz de su foco.  Hace ya cuatro siglos y medio, Michel de Montaigne, un pensador francés que ha trascendido su época,  transmitía en primera persona  la importancia de la realidad material, y de las sensaciones o los sentidos que colman nuestros afanes, escribiendo:    

      “Sólo gozamos de lo que palpamos. Desde la lejana Roma veo crecer mis muros, mis árboles y mis rentas, y los veo disminuir a un palmo de mis ojos, como cuando estoy allí”.

            Mi abuelo, que era el sacristán de la iglesia los días festivos, taxidermista profesional los días laborables y músico de vocación por las noches, al que parecía interesar más su obra que su propia vida, replicaría la misma idea. Algunos años antes de fallecer, hacía sentir a la familia su preocupación obsesiva por el destino que esperaba a la media docena de animales disecados de su propiedad, pero también a sus libros y sus colecciones de conchas marinas, e instrumentos antiguos, de las que se sentía orgulloso. Pues bien, mi abuelo representaba al hombre normal de enorme sensibilidad y ambiciones racionales y sólidas, al hombre de moralidad a toda prueba. Para santos, legos, e indiferentes, la necesidad de apoyarse sobre bienes materiales resulta imprescindible; siempre hay objetos de estimas especiales e insustituibles que nos llevaríamos a una isla desierta, y que ejercen sobre nosotros una atracción visceral.
      Las necesidades materiales, tenaces de suyo, despiertan a la realidad al más dormido idealista. Sufrir un contratiempo que amenace nuestra salud, o nuestra economía, es sufrir una catarsis que amilana al espíritu arruinándolo por completo. Y no he visto nunca en mi entorno persona alguna, sana, desprovista de instintos posesivos a costa de su entrega espiritual. Espiritualismo o materialismo, en sus más bajos tonos, se llevan bien con la apropiación voraz, la santa humildad se viste de carísimos oropeles… y es más ávida que humilde.

     Tampoco ha visto nadie por la calle al espíritu de la Ilustración, o de la Revolución Francesa.  Ni al espíritu de la constitución americana, española o china. Ni al espíritu orgulloso y vertical de la patria. Ni al espíritu de ninguna virtud. Ni al espíritu de la camiseta del club deportivo en que militamos,  cantando su himno. Ese espíritu no es un ente autónomo o con vida propia que anda de un lado a otro como vaca sin cencerro, es un sentimiento, un deseo, una energía engendrada voluptuosamente en el universo cerebral o fundamento material imprescindible. Ese espíritu está determinado por la historia, es el hijo de la emotividad humana, y en efecto no existe por si mismo sino a partir de la existencia física de los ilustrados, o revolucionarios, la voluntad sentimental de los patriotas… o las personas  asociadas al club y el cántico coral de su himno, tan intranscendente como el canto de un coro de pingüinos.   
  De tal manera es así que, la espiritualidad se acomoda a la realidad y las condiciones ambientales, los procesos históricos y  la evolución científica o el nivel de conocimiento humano, como el río se acomoda a la curva. Sagrado o profano, todo aquello con vocación de eterno cede a lo temporal, los dogmas y credos se adaptan a los tiempos, y no al contrario. La religión altera el contenido y mensaje de oraciones que envejecen, decreta la clausura del Purgatorio y devalúa los horrores del  Infierno hasta reducirlo a un lugar simplemente aburrido. Las condenas sin paliativos de antaño a las desviaciones morales, son hoy interpretadas simbólicamente y neutralizadas, los sacerdotes demandan el matrimonio, los feligreses se confiesan a si mismos y… naturalmente se absuelven de toda culpa. Se relativizan las exigencias. Los pecados de ayer son ahora escrúpulos de gentes tímidas e inadaptadas, y se  exhibe la codicia tenida por virtud de triunfadores envidiados por los más plebeyos.

“Los hombres solo obedecen a Dios mientras se mantienen en la pobreza”.


 Así se lamentaba Calvino constatando el relativismo de hecho, representando al espiritualismo. Y Carl Yung, en defensa de la parte contraria,  médico psiquiatra, sabio indiscutible de la contemporánea modernidad, al que preocupaba el arte, la sociología, la religión, la literatura o la alquimia, y desde la ciencia o herramienta mejor afinada por la inteligencia humana, decía que:

      “Hoy no creemos que sea la fuerza del alma la que edifica un cuerpo, sino que al contrario, es la fuerza de la materia la que por su quimísmo genera un alma… pensar así es popular y por tanto decente, razonable, científico y normal”.