domingo, 31 de julio de 2016

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 2.- “LAS PRIMERAS LECCIONES”

     Hay capítulos en la historia personal llamados a permanecer en la memoria y hoy me propongo destacar uno importante: el preludio a una etapa de la vida que comenzó el día en que abandoné el hogar familiar, y que no habría podido reconstruir sin la aportación de los recuerdos de mis padres, quienes también lo evocaban como se rememoran los momentos irrepetibles. 

   La estación de ferrocarril de Atocha en Madrid estaba a rebosar, un millar de alumnos veteranos y novatos esperábamos la salida del tren con destino a la Universidad Laboral de Córdoba, entre un mar de madres y padres de media España. Unos minutos después de llegar a los andenes, con una hora de antelación sobre el horario oficial de la salida del convoy, se habían ido integrando corrillos de adultos separados por afinidades compartidas, o como es costumbre por sexos, estableciéndose relaciones amistosas espontáneas. Recuerdo la formación del grupo en el que se integró mi padre, y con su colaboración, incluso puedo traer aquí algunos de los temas de que conversaron, asuntos, diría hoy, de permanente actualidad y que me interesan más que entonces. Al menos lo componían seis adultos, y a juzgar por la confrontación de opiniones sobre la formación de equipos de trabajo en las empresas, más de uno desarrollaba en su actividad laboral funciones de responsabilidad o de dirección. El caso es que, entre los reunidos, quien parecía llevar la voz cantante afirmó con rotundidad:

    –Para dirigir un grupo competente, y por tu propio bien, necesitas valerte de colaboradores mejores que tú. Gentes de iniciativa y empuje que se adelanten a las necesidades de la empresa, o personas de las que aprender. El mejor equipo es el que no precisa de dirección, o lo que es igual: el que funciona con auténtica  autonomía.

   –Es obvio –respondió un segundo antes de que un tercero,  padre de los hermanos Abel y Abundio Marchamalo, refutara: 

   –¡No estoy de acuerdo! Si lo que persigues, naturalmente, es mantener tu situación, debes pensar  en rodearte de paquetes y mediocres. Si en efecto tus méritos y talento son suficientes, necesitas en el entorno segundones o acólitos, y no lumbreras a la espera de oportunidades, que te sieguen la hierba bajo los pies. 

           –¿Y si tus méritos o tu capacidad no son suficientes?  –objetó mi padre.

      –En tal caso, todavía es más evidente la conveniencia de rodearse de nulidades que te hagan importante, porque en tierra de ciegos el tuerto es el rey –respondió.

     –No parece un procedimiento muy moral, ni muy caballeresco –sugirió mi padre.

–Tal vez no sea moral, pero es inteligente y realista. Quizá no sea caballeresco pero sí lícito. Con esposa e hijos a los que alimentar, ¿es moral declararse incompetente y perder el puesto de trabajo, o, por el contrario, tratar de supervivir y defender a la prole caiga quien caiga? Además, un jefe, como un gobierno, jamás y bajo ningún concepto debe reconocer un error –dijo el señor Marchamalo esbozando una sonrisa oblicua.

      La polémica finalizó cuando un cuarto vino a decir:
    –Efectivamente, la moral con frecuencia es un lujo. Es comprensible que la empresa elimine de los puestos de responsabilidad a los más incapaces, pero insostenible que los más incapaces se eliminen a sí mismos. Sería tanto como pedir a los delincuentes que se entreguen a la justicia voluntariamente.

     Controversias de esa índole que hoy el relativismo haría buenas, y el concepto imperante de que las verdades absolutas escasean más que el dinero, se habían ido encadenando, pero las interrumpió la llegada de un sacerdote dominico. El grupo se precipitó a  estrechar la mano del religioso con una cordialidad respetuosa, y todo hacía pensar que iba a sucederle su integración en el debate sobre la moralidad en el trabajo. Por el contrario se interpuso la abuela de un compañero, que saludó al fraile besándole la mano con la devoción que se la hubiera besado a San Martín de Porres, lo acaparó y prosiguió llamándole padre San Martín, y haciendo preguntas sobre el tema espinoso de las pruebas de la existencia de Dios:

   –Padre San Martín,  lo que me aterra son las proporciones inconmensurables del Universo, no puedo evitar la sensación de vértigo. ¿Cómo es posible que Dios lo haya hecho tan grande y en tan pocos días? –preguntó la abuela con delicada voz y ternura exquisita.

   –Bueno hermana, es que Dios es omnipotente. Lo puede hacer todo… ¿comprende?

   –Sí, trato de comprenderlo, pero entonces, padre… ¿puede Dios hacer una piedra tan pesada que ni él mismo pueda levantar? 

–¿Cómo dice usted? –preguntó el dominico vivamente sorprendido.

–¿Qué si está en las manos de Dios crear una piedra tan gigantesca que después sea incapaz de levantar? –repitió la anciana esbozando un gesto entre cándido e inoportuno.  
  
    El sacerdote, estupefacto y en suspenso, perdió la benevolente sonrisa e hizo un aspaviento de muy difícil interpretación. Creo que debió experimentar un sentimiento de impotencia insuperable, aunque no estoy seguro, el caso es que diplomática y astutamente, con una disculpa de libro, dio esquinazo a la vieja y se alejó sin más.

   La paradójica pregunta no respondida por el dominico, -al parecer de la cosecha original de Bertrand Russell- prendió en el grupo de padres que la discutió con calor, dándole vueltas como si fuera un diamante, mientras la abuela se retiraba con una risita impertinente, y los alumnos subíamos y bajábamos a los vagones en medio de la algarabía. 

   Los minutos cayeron uno tras otro, y después de pasadas dos horas sobre el horario programado, apareció junto a la locomotora el inspector de RENFE portando bajo la axila derecha, un bastón rojo con la cabeza alta y el porte de un general de húsares pero sin lanza y sin caballo. El maquinista, hasta entonces imperturbable y a modo de saludo, hizo sonar una flauta gigante situada sobre la parte delantera de la locomotora. El inspector se atusó el fino bigotillo haciendo gala de sus poderes absolutos, y dio un corto paseo recreando la mirada en su propia sombra. Se puso firme. Levantó el bastón con la mano derecha, y el tren, perezoso, hizo intención de arrancar, dio los primeros resoplidos... y arrancó lanzando una soberbia bocanada de humo. ¡Ya era hora!

    En los andenes, alzando las manos quedaban millares de padres, madres y familiares embargados por la emoción de ver a los jóvenes partir, pensando ya en la recepción de la primera carta que revelara las primeras novedades. De aquellos momentos tengo los recuerdos más imprecisos, y enturbia mis últimas impresiones el griterío formado en el interior y el exterior del tren. En principio, apenas me fijé en otros rostros que los de mis ancestros agitando pañuelos blancos con ambas manos, pero cuento con la aportación de mi padre y su excelente disposición a hacer memoria. Y según él, en tanto nos alejábamos, la abuela que se había acercado al dominico para besarle la mano con devoción, dirigiéndose al nieto, le aconsejaba a voces: 
¡Daniel, estudia… estudia o vas a tener que trabajar toda la vida, como tu padre… hasta que te jubiles!
Los chavales disputábamos las ventanillas de hueco limitado e insuficiente para todas las cabezas, y los adultos tomaban aire gritando a pleno pulmón. Los deseos más profundos, los mensajes dictados por el subconsciente y encargos más importantes, las más audaces amonestaciones eran lanzadas con el tren en marcha, ahora o nunca, como postrera voluntad sobre los oídos de los principiantes. Una entre muchas se destacaba por la agudísima voz que la profería: 
    –¡Diles a los padres dominicos que tu madre es devota de Santa Gema!

   Al lado de un señor de anchas espaldas, moreno de tez, largas patillas y unicejo, la que parecía su esposa, imponiéndose a la embrollo, exhortaba al joven Norberto a cobrarse alguna ventaja desde el primer minuto de la llegada al centro escolar: 
   –¡No olvides decirle al Rector que nosotros somos gente decente, y que a tu abuelo le mataron los rojos en la guerra! 
    Norberto, joven gordinflón y carirredondo de entradas que barruntaban una precoz calvicie, no podía ocultar el sentimiento de orgullo y asentía con repetidos movimientos de cabeza, aunque no llegaba a sus oídos una sola palabra. 

     La despedida bulliciosa amortiguada por el agudo pitido de la máquina puesta en marcha, insinuaba el primer movimiento de nuestra apertura a una experiencia inolvidable. Pero al tren no le inmutaban los estados de ánimo de quienes quedaban en tierra, ni conmovía la hiperactividad del pasaje, le daba igual. Caracterizado por la abulia y alimentado con carbón, alternó momentos de cadencia sostenida y alegre con otros de jadeante y esforzado ritmo; incluso, a veces, parecía subir las cuestas arriba a la pata coja, despreocupado de la hora de llegada al destino. 
La asimétrica velocidad, el desigual, imprevisible y anómalo compás propiciaba la inquietud nerviosa de los viajeros deseosos de ver cuanto antes el lugar de arribada del atípico y particular éxodo. En su mayoría descubríamos el tren y los duros asientos de 3ª categoría que nos parecían de lujo, los viajes de largo recorrido o la realidad de los accidentes, poblaciones y extensión geográfica española, un territorio inacabable y policromo sembrado de cereales, vides y olivos, huertas, bosques y praderas, hasta entonces visto como papel cuadrado de un metro de lado: el mapa de apagados colores, impreso en litografía y colgado sobre la pared en aulas de los “colegios nacionales”. 

     Poco después de la salida, visitando departamento por departamento y vagón por vagón, ocupados en exclusiva por los alumnos nuevos, cuatro estudiantes veteranos del centro caracterizados de hermanos gemelos, tocados con gorra de visera y gafas de culo de vaso, tomaban la iniciativa generosa de recaudar de cada uno de nosotros la aportación voluntaria, al objeto de repartir a discreción: refrescos, uvas, bocadillos de chorizo, pepinillos y berenjenas en vinagre, caramelos, vino y, ¡queso manchego! 

    –¡En las próximas estaciones compraremos al por mayor y a precio de ganga! 

    Así lo prometían experimentados y competentes compañeros, con franca, desprendida y liberal campechanía, o larga e incontenible carcajada, mientras nuestros bolsillos abiertos a la petición demostraban generosidad y confianza. ¡Estábamos entre amigos! Ofrecíamos nuestras primeras muestras de espíritu solidario y fraterno, comenzábamos en verdad una nueva vida. Sin salir del departamento hacíamos los primeros aliados, rompíamos juntos nuestra congoja, entonábamos las primeras canciones a coro, contábamos chistes y chascarrillos, o probábamos nuestra fuerza rivalizando en apuestas y pulsos, perdidos o ganados, ¡qué más da! 

El momento exigía ser inmortalizado, reclamaba ser retenido y pasar a nuestra historia personal, por eso celebramos vitoreando la aparición del fotógrafo, un tipo simpático y de mediana estatura que hablaba por los codos, adornado de un sombrero cordobés y ancho bigote que a mí me pareció postizo, escoltado por dos asistentes de facha equivalente. La fiesta creció, si cabe aumentó el número de gansadas, bromas, risas y chacotas mientras disparaba sin pausa y con celeridad instantáneas que antes de ver, pensamos enviar por correo postal a familiares y amigos. Tal era la rapidez del retratista en el enfoque, tal su pericia técnica y práctica, que apenas disponían los ayudantes de tiempo para cobrar el trabajo y tomar nota de nombres y apellidos. Creo que es honesto decir que me impresionó semejante exhibición profesional y, que recuerdo haber dirigido la siguiente observación a Corbalán, compañero de asiento, casualmente hijo de fotógrafo profesional:

   – Maneja la cámara con habilidad asombrosa, ¡no cambia ni de carrete! 

   –Maldía, -me ilustró Corbalán- seguramente, utiliza carretes de 600 exposiciones. Los profesionales de la fotografía cuentan con recursos completamente desconocidos para el profano, operan con buenas herramientas, máquinas alemanas de producción automática bien equipadas, que se importan  a partir de los planes de desarrollo… y dicen que algún día harán  las fotos en colores. ¡Un lujo! 


    El señor Corbalán, es decir, el padre de Corbalán, pertenecía al grupo espontáneo o círculo de amigos improvisados, al que mi padre se había integrado en el andén de la estación de Atocha, y aunque de fotografía no se hablara una sola palabra, su discurso no había pasado desapercibido para mí. A él fue al que escuché decir que los curas sabrían desarrollar nuestras capacidades mentales hasta límites insospechados, y que volveríamos del internado siendo otros. Nunca olvidaría yo aquella aseveración que presumía la existencia en el hombre de posibilidades extraordinarias de desarrollo cerebral, porque hasta el momento infrautilizábamos lamentablemente la masa gris. El padre de Corbalán dio una cifra exacta que me dejó perplejo: 

    –Sólo un diez por ciento de nuestras neuronas trabajan con eficacia, en tanto el noventa por ciento restante del material pensante, siestea indolentemente y malgasta el tiempo animando a las que trabajan a dejar de hacerlo. Eso es lo que se trata de evitar, y el día que lo consigamos nos pondremos a la cabeza de la civilización occidental. 

   Aunque la idea me sonó a nueva, sin duda no lo era, pues el dicho popular oído de boca de mi abuela, afirmaba que los hombres teníamos la cabeza llena de pájaros, y a mi abuelo le había escuchado afirmar que había gentes que tenían cabeza para no llevar el serrín en las manos. De aquellas consideraciones extraídas de vivencias llamadas a tener un hueco en el recuerdo, encontraría más tarde una visión matizada y complementaria suministrada por un profesor de literatura, glosando la personalidad de Antonio Machado y su aserto de que: “En España de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. En definitiva, muchos coincidentes en el análisis de un problema al que nadie ha puesto solución, aunque no es momento de detenerse en ello. 

     El fotógrafo finalizó el trabajo haciendo a todos, y cada uno de los componentes del departamento, una foto en primer plano con carácter gratuito, largueza aplaudida a rabiar  que prometimos no olvidar nunca. Y concluida la sesión fotográfica al recibir la promesa de que cuarenta y ocho horas después, repartirían las fotos en el hall principal del colegio San Rafael que acogía a los nuevos alumnos, el ambiente aminoró su intensidad atemperándose los estados de ánimo antes excitados. 

    Los estómagos comenzaron a echar en falta las promesas de los recaudadores, y esperamos en cada estación la llegada del refrigerio con la ansiedad del hambriento; rumores insistentes pronosticaban el inmediato arribo de la intendencia, y frotándonos las manos, coreando ¡hurra, hurra, hurra, traerán queso de burra! pasaron, una tras otra, innumerables paradas del convoy sin que la fortuna reparara en nuestros estómagos. Algunos compañeros, aventurando la posibilidad de encontrar el avituallamiento en los vagones delanteros, iniciaban maniobras de acercamiento que llegaban hasta la locomotora, pero de inmediato regresaban frustrados, descontentos y sin pistas razonables que alimentaran la esperanza. Otros, poniendo la imaginación a prueba, pensaron en la posibilidad de que la lentitud del tren hubiera permitido a los veteranos adelantarse a éste montados en bicicletas, adquiriendo las viandas en estaciones más avanzadas, mas sus presentimientos resultaron desacertados y, todavía puedo dar fe de que al regreso de los componentes  de alguna de aquellas patrullas dando malas noticias. Entre tanto Corbalán sacaba un cuaderno de la maleta comenzando a escribir una carta a la familia, la primera carta, una acción imitada en pocos minutos por otros compañeros del departamento, y cuyos textos vistos por mí tras de breves e indiscretas miradas comenzaban repitiendo las mismas palabras con insignificantes diferencias:
“Queridos padres y hermanos:
Me alegrará que a la llegada de ésta os encontréis bien, yo bien Gracias a Dios”. 

Pero volviendo al asunto del que veníamos hablando, nadie comió en aquel largo viaje, nadie salvo los viajeros del departamento de Aurelio Membríllez, compañero leonés y previsor en casos análogos, que viajaba portando en la maleta una tortilla de patata de más de un metro de diámetro y una altura de cinco o seis dedos, elaborada con setenta kilos de tubérculo y ciento treinta huevos de gallinas de corral, ofrecida generosamente a los acompañantes, que la devoraron. Para los demás, jóvenes y de escasa capacidad de sacrificio, cada instante se hacía interminable, pero aguantamos, aguantamos aunque no faltó entre nosotros la convicción de que comeríamos hasta el último minuto del viaje. Concluido éste, resultaba sencillo hacerse una composición de lugar realista:

Hecha la excelente cosecha mercantil, la banda de los cuatro, inidentificable y disuelta tras repartirse los beneficios que nadie reclamó, (pues las obras maestras de cualquier género que sean, más bien, se premian) se burló de la ingenuidad de la mayoría, impartiendo, así, la primera lección de economía aplicada para neófitos. En el principio del camino, y en limpia e impecable ejecutoria, habíamos sufrido la primera novatada. Pero eso no es todo, ¡había más! La segunda la encajamos varias horas después, dejándonos retratar por un fotógrafo falso, con una cámara sin carrete, y pagando tres copias por cada disparo al precio de 12 pesetas. Sentí, no lo dude el lector, no saber nunca de los protagonistas para felicitarles, y aprecié el comentario inteligente de mi amigo Borja Barbastro Calamocha, al comentar con aragonesa flema:

–¡Está claro que aquí hemos venido para aprender, y nadie enseña gratis!

2 comentarios:

  1. Excelente, Mariano, sabes encontrar la historia para conectar tus preguntas. La narración es muy buena y las anécdotas magníficas; pero, una duda flota en el ambiente, ¿hacia donde te dirigías? ¿a la ULC de Córdoba o a la Sevilla de Monipodio?

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  2. Te respondo Cervantes. He procurado reproducir los hechos como parece que se produjeron dentro y fuera de convoy. Pero quiero recordarte el comentario que hace 2 o 3 semanas hizo Felipe Escalona sobre nuestros estilos literarios. En su opinión tu estilo es Barroco, el mio reproduce el Realismo Mágico latinoamericano del siglo XX. Me parece que Escalona acertó con el escalpelo.

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