sábado, 9 de julio de 2016

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 1.- “LA MOSCA”


Las dos de la madrugada. Todo era silencio, yo había bajado del dormitorio con el sigilo acostumbrado de los bebedores clandestinos de la capilla del colegio Gran Capitán, y mis pasos breves sobre las baldosas tenían el objeto de evitar cualquier ruido hasta llegar a la puerta que, empujada tras bajar la cremona se abrió permitiéndome la entrada sin obstáculos.

Ya en el interior del oratorio, aceleré el paso y conteniendo el aliento llegué hasta el rincón en el que algunas botellas de vino esperaban la llegada del bebedor oportuno. Indiferente a la calidad o la marca del caldo litúrgico, escogí la más grande y de etiqueta que garantizaba el origen valenciano de la villa alicantina de Jalón. La retiré cuidadosamente del botellero, tomé una bandeja plateada situada en su lateral y giré ciento ochenta grados de camino al despacho del director del colegio.
Introducido en lugar tan seguro que abrí con la ayuda de una ganzúa, fui a sentarme en la silla frente a la mesa sobre la que puse bandeja y botella. De aquella velada, que iba a merecer ser recogida en este relato conservo estimables recuerdos, y espero de mi capacidad de introspección un buen comportamiento.
A la vista del gramófono situado a la derecha de la ventana comencé seleccionando un disco de música clásica colocándolo bajo la aguja, previo giro del botón que regulaba el volumen, reduciéndolo al mínimo. La entrada en aquella dimensión musical de original lirismo, reflexión sonora, y vibrante sentimiento que comenzó a desgranar el reproductor, perteneciente al “Concierto para piano y orquesta nº 2” de Rachmaninov, a manos de Rubinstein, es responsable directa de que mi iniciación en la música culta tuviera tan buen comienzo.


Un minuto más tarde, y con la música de fondo apenas audible, descorchaba la botella y decidía beber a morro, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete o más largos tragos, que dejaron al recipiente pidiendo auxilio, acompañados de la previsión que llevaba en un bolsillo: el sabroso bocado de un par de arenques salados y un trozo de pan, que me supieron a gloria. Entre trago y trago, descubierto el cajón donde el director del colegio guardaba el tabaco y el encendedor de gas, me permitía fumar cuatro o cinco “Celtas” tirando las colillas al suelo, y al finalizar la bacanal tras desabrocharme el cinturón, guardarme el paquete y el mechero para consumo y uso en otro momento.
En tanto el calor me invadía por entero, sentía recuperadas las energías perdidas, desvanecerse los temores que me oprimían los primeros momentos, y un optimismo expansivo extraordinario. Finalizado el concierto, satisfecho y pleno de moral, atrevido y ganado por los vapores del vino que trepaban hasta la cabeza, salían por las orejas y parecían conferirme alas, reprimí los deseos de ponerme a cantar la jota aragonesa, aprendida en la última clase de solfeo.
Cumplida la misión sin obstáculos, y ganada la apuesta de 25 pesetas a los compañeros de habitación, por llevar a cabo la misión, me sentía exultante y listo para volver a la cama.  Lo hubiera decidido de no mediar el zumbido y revoloteo de una mosca negra y de buen tamaño, que, tomando tierra se miró en el espejo metálico de la bandeja, retocándose las antenas con una pata delantera, y posibilitando que yo presintiera su pensamiento narcisista:
- “¿Soy yo, esa?... No estoy mal, conservo todavía una atractiva apariencia”.
Después saboreó gustosa los restos de elixir derramados, sugiriéndome el cambio de intenciones. Removido por un torrente de ternura, y demostrando un carácter impresionable, escancié sobre la superficie de la bandeja algunas gotas del clarete, y al olor penetrante de la golosina decenas y decenas, centenares, miles y miles… más de un millón de moscas, se hicieron presentes y aterrizaron, comenzando a dar cuenta del néctar, con fruición, forzándome a repetir el servicio.
Alguien de natural intransigente, prisionero de su ego e insensible a los derechos de los insectos, hubiera pensado en aniquilarlos, exterminarlos, fumigarlos y hacerlos desaparecer del lugar; en opinión de tales concepciones, ensuciaban y envilecían el despacho: eran la peste. Yo, determinado por un parecer distinto y seguramente por los efectos embriagadores del alcohol, pensé en satisfacerlos y facilitar su existencia, o su derecho a la vida. Me dejé llevar de la heterodoxia panteísta del respeto a los animales, y la idea de que si “Dios es la vida” ningún ser vivo debiera quedar excluido de su esencia, o de lo contrario la sentencia merecía ser sustituida por “Dios es la vida del hombre”, de presuntuosa y escasa dimensión, que dejaba a Dios enmarcado en un cuadro de Velázquez: “Marte”, el Dios de la guerra.
La relajada concienciación me ayudó a operar con desenvoltura, y empecé a recitar mental y casi automáticamente el poema dedicado a las moscas escrito por Antonio Machado, que hube de memorizar obligatoriamente como condición indispensable para aprobar la Literatura Española, pero no lo concluí. Sumido en el sopor, mi espalda fue inclinándose poco a poco; mis párpados, abatidos, clausurando la visión de los ojos; y mi cabeza, abotargada, fue cediendo a la tentación de apoyarse en la superficie de la bandeja.
Un minuto después yo dormía como una marmota, y soñaba roncando sin estridencias.



Pero ésta, es una conclusión a la que con el tiempo llegué tras de hacer un serio esfuerzo racionalizador, porque a todos los efectos y durante años, hubiera apostado fuerte creyendo haber hablado con un díptero, que comenzó agradeciéndome la generosa donación de mosto.
–¡Gracias, humano el vino es excelente!... ¿Cuál es tu nombre?
–Máximo… Máximo Maldía. Mi oferta no merece gratitudes, Mosca –respondí.
–¡Las merece! Y si todos los humanos fueran como tú, las moscas olvidaríamos la necesidad de comer mierda, pero sólo miráis por vosotros mismos, olvidando que hay otra vida donde os saciaréis hasta la saturación –me echó en cara, deshaciéndose primero del macho que la cortejaba con evidentes intenciones de entablar relaciones sexuales, por las buenas o por las malas, aquí y ahora.
–Mosca, me sorprende que sepas que hay otra vida. Creí, y lo creí de veras, que era una prerrogativa exclusiva de los hombres –dije yo.
–Creer, se creen muchas cosas, lo que no sabemos es si son verdaderas. Yo te diré lo que sé. ¡Ahí va mi primera revelación, Maldía!: En la otra vida, las moscas seremos humanos, y los humanos seréis moscas. Eso es lo que diferencia vuestro conocimiento raquítico del más allá, de nuestro acercamiento a la verdad. Nosotras estamos al corriente de adónde vamos y de dónde venimos –afirmó la mosca e hizo una pausa alejándose hasta el borde de la  bandeja  manchada de vino, para volver patinando sobre la superficie, en un alarde impecable de control físico y  psicológico.
–Nuestras concepciones son incompatibles, Mosca.
– Maldía, hasta el momento has demostrado sensibilidad, no demuestres ahora ser soberbio. ¡Nuestras concepciones son complementarias! Eres muy joven todavía y quizá no me comprendas… De la misma manera que las habilidades físicas, la sabiduría ha sido repartida fragmentariamente entre todos los seres vivos… nadie lo puede todo, y nadie lo sabe todo.
–Pero, la otra vida, es otra cosa –argüí tontamente, seguro de estar apoyado por sólidos fundamentos metafísicos que ignoraba, y otros sabrían por mí.
–Maldía, la vida siempre es la vida, la misma cosa: una sucesión de pequeñas satisfacciones en un océano tumultuoso de necesidades, miserias, penuria y dramas irreparables, que acaba por sumir al individuo en la servil e inútil ruina y decrepitud…. una poda inmisericorde, selectiva y permanente.
–El tiempo se detiene para todos en los mejores momentos para que los gocemos, en ello consiste la felicidad –apunté, desorientado porque lo había oído decir en una película de romanos.
–¿Te han dado pruebas de ello?
–Pruebas… ninguna… pero…
–Entonces no lo creas, acostumbra a juzgar por lo que ves. El tiempo no se detiene nunca ni es una alfombra enrollable, se pierde entre la añoranza de un ficticio pasado mejor, y un distante futuro prometedor. 
–Pesimismo, Mosca, pesimismo –insistí sin argumentos.
–Realismo Maldía, realismo –corrigió persuasiva–. En esta vida, reina la incertidumbre, y si dura lo suficiente hasta que el destino corta el último hilo de la existencia de un hombre, o de una mosca, la naturaleza se complace en deteriorar o eliminar facultades físicas y mentales hasta hundirlo, cambiando lo sano por lo enfermo,  lo vital por lo inservible, lo bello por lo feo. ¡Todo lo bueno termina mal! Es una ley inexorable…
–Sí, mas…
–¡Déjame concluir, puñetas! –Interrumpió la mosca revelando carácter autoritario–. Ahora hablemos de la otra vida a la que hace distinta la eternidad, o suspensión de la ley: “comer o ser comido”. Y te aseguro como mosca que soy, que va acompañada de un insoportable e infinito peregrinaje. Maldía, cuando seas una mosca entre tantas vivirás en constantes altibajos. Te aguarda un futuro dantesco huyendo mosqueado de los desaprensivos insensibles al derecho ajeno.
Aquellas palabras iban acompañadas de la temible fijeza de unos ojos compuestos de miles de lentes individuales, elípticos, sin párpados, brillantes y espantosamente negros, que controlaban los trescientos sesenta grados del entorno, y en los que se reflejaba mi cabeza extrañamente deformada.
–Las moscas vivís aquí muy poco tiempo para saber tanto –inquirí.
–¡Para lo que hay que ver! La naturaleza es sabia, por fortuna pasamos apenas dos o tres lunas, tiempo suficiente para asimilar lo que aprenden los hombres en ochenta años, y experimentar sufrimientos indecibles. La mosca anda con una cruz al hombro allá donde esté, nuestros enemigos y sus ansias de exterminio se multiplican: arañas, lagartos, salamandras, golondrinas, mirlos, jilgueros o mil aves más, ranas, humanos y humanas, gatos… ácaros… sí, he dicho ácaros: variados y odiosos parásitos a quienes los humanos habéis dado nombres en latín que no entendemos, precisamente, las más interesadas en entenderlo. En conclusión, a las moscas nos persigue una jauría de seres vivos, amén de diversos y dañinos productos químicos plaguicidas…
La mosca me proporcionó algunos de esos nombres, y la disputa acalorada y provechosa se prolongó tanto como para escribir un libro, aunque la brevedad autoimpuesta en esta narración oculta sus mejores argumentos.
Después de haber roncado plácidamente un par de horas, cuando de la posición de la cabeza provino una dolorosa tortícolis que me despertó, procedí a salir del despacho del director del colegio, y regresar al dormitorio con el mismo sigilo de la ida. Ganador de la apuesta, ebrio y tambaleante de esquina a esquina, desoyendo a las imágenes de los cuadros que me querían hablar, o viendo dos ventanas donde había una, siete macetas donde había dos, ningún escalón donde había un escalera, o una aparición fantasmal detrás de cada puerta, alcanzaba el objetivo del dormitorio a las cinco de la madrugada y sin novedad, con la botella de dos litros, y sin vino, como botín que atestiguaba la hazaña.

Al día siguiente, lunes a última hora de la tarde y en la clase de religión, el padre Roces, director, comenzó hablando de los santos de la Iglesia, y del hecho extraordinario de que algunos hubiesen mantenido amenas conversaciones con Dios y de tú a tú, a lo que mi compañero Felipe Escalona no se abstuvo de poner reparos, aunque con sordina.
–Padre Roces, ¿no le parece que se afirma con demasiada frecuencia y facilidad, un hecho tan extraordinario como el de hablar con Dios?
–Felipe, tu duda es comprensible y te honra, como cristiano sólo estás obligado a creer en los dogmas de fe. Ahora bien, la pregunta suscita un buen tema de debate, una controversia teológica. Me gustaría saber si tus compañeros tienen las mismas dudas que tú, o por el  contrario son de fe más firme, más sólida, y menos… acuosa.
El sacerdote lo dijo frotándose las manos, e iniciando un nuevo paseo de arriba abajo previo a la selección aleatoria de estudiantes, que manifestándose en una u otra dirección, no aportaron nada nuevo a un debate tan viejo, y yendo a comprometerme a mí, precisamente a mí, para cerrar la consulta, aunque tampoco tenía nada que decir.
–Por último, vamos a ver, Máximo Maldía, cuál es tu opinión al respecto. ¿Pueden los hombres hablar con Dios?
–Teniendo en cuenta que quien habla con Dios, habla consigo mismo…claro que sí –dije poniéndome en pie junto al pupitre–. Además es un bálsamo para aliviar la soledad o el sufrimiento… aunque la experiencia no debe hacerse pública porque pertenece a la más reservada intimidad. ¡Allá cada cual… siempre que no lo divulgue!
–¿Eso por qué? –objetó el cura, curioso.
–Pues hombre, porque a falta de testigos o pruebas contrastadas te pueden tomar por loco. Nos sucede a todos… ayer, sin ir más lejos, hablé durante una hora larga, con una mosca, y es seguro que mis compañeros no lo creerán, porque raro, sí lo es… incluso a mí que lo he vivido, me extraña.
–¿De qué hablasteis, Maldía?... ¿De qué hablaste con la mosca? –preguntó el sacerdote con retintín burlesco, poniendo música a las preguntas y extremo interés.
–De cuestiones novedosas que no revelaré porque me previno que, de hacerlo saber sólo lo aceptarían aquellos que han hablado con moscas u otros insectos, es decir, me comprendería una minoría insignificante.
–¿Maldía, se trata de la misma mosca que se ha llevado el vino de la capilla, se ha fumado mi tabaco, me ha robado el mechero, ha dejado sobre el tocadiscos las pieles de unas sardinas arenques, y esta mañana andaba borracha haciendo contorsiones, piruetas y malabares sobre una bandeja en la mesa de mi despacho…?
–¿Negra y grande? –pregunté parapetándome, advertido del peligro acechante.
–¡Sí, negra y grande!
–No, no padre Roces, como esa mosca hay muchas, la mosca que yo digo era azulada y pequeña. ¡Seguro! Hablé con ella en el retrete y comía como una desesperada, pero no creo que la mierda la acompañara de vino.

2 comentarios:

  1. Estupendo relato haciendo filosofar a una mosca que , aunque muy parecida en genoma, sólo a alguien como tú se le ocurriría confrontar dos mentes borrachas.
    Has tenido a huevo enredar la trama dándole al botón equivocado del tocadiscos y que sonara Rachmaninoff en los altavoces de las habitaciones, al tiempo que departías con la mosca.
    La aparición del padre Roces en su despacho, hubiera sido digna de ser narrada por Marcial Lafuente Estefanía.
    Un abrazo maestro de tu amigo Tomás.

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  2. Gracias Tomás. El próximo relato tratará del viaje en tren que partía desde Madrid (estación de Atocha) hasta el apeadero improvisado de la Universidad Laboral. Para escribirlo conté en su momento con la colaboración de mis padres que fueron a despedirme. Curiosamente tú y yo hemos estado, con otros dos amigos, sentados hace muy poco tiempo en el punto exacto de donde partían entonces los trenes de esa estación. Vamos a ver que vivieron aquel septiembre de 1962 más de 1000 jóvenes estudiantes que abandonaban familia y amigos en media España, para iniciar su formación profesional en Córdoba.

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