domingo, 26 de junio de 2016

EL CERDO

      Con frecuencia me hago preguntas que no sé responder y procuro buscar en mi entorno personas que lo hagan por mí, aunque no siempre es un logro posible. Hoy me atarea una cuestión a la que no encuentro respuesta definitiva, y que concierne a las relaciones entre el hombre y los animales, en especial que activa la indiferencia afectiva de los hombres por el cerdo,  u hostilidad del cerdo  contra el hombre.

     Tengo motivos personales para ello, hace unos años adquirí un cerdo vietnamita, un animal encantador del que aprendí mucho y al que traté  con esmeradas atenciones. La gratificante experiencia no me permitiría hoy llamar cerdo a ningún hombre por razones de canallesca  inmoralidad, y mucho menos por el abandono de la profilaxis higiénica: hay  muchos epítetos apropiados que definen la desidia personal sanitaria, y bien conocidos por el lector. Pasado el tiempo, y animado por el resultado, compré algunos cerdos más y otros animales de compañía con los que comparto tiempo libre y espacio vital, aunque mantengo alejados de la cocina, y presumo, a la postre, de haber ido estudiando la condición de especies tan distintas y parecidas a la que pertenecemos, o de hallar cada día más acertada la sentencia de Protágoras:

          “El hombre es la medida de todas las cosas”.

Protágoras
           De manera que, con el hombre tomado por referencia y modelo, he comprobado que el carácter remiso del cerdo respecto a él,  indicia la existencia de una querella entre semejantes. A diferencia de animales como el gato, un incansable mirón, ligero como una pluma que trabaja sin rendir cuentas a nadie, remolón, irresponsable, frívolo atracador clandestino de despensas bien surtidas, y reservado e independiente individualista que mira al hombre sin complejos o de igual a igual, el cerdo es… otra cosa muy diferente.

         El cerdo, vencido por el magnetismo terrestre y pesadas hechuras,  pacífico y de temperamento flemático y fisiognomía pícnica, es un animal rebelde, exigente y dueño de su propia escala de valores; un ser quejoso, curioso y austero  que nos mira desde un plano superior o por encima del hombro, sueña con ser el amo de la granja, tiene memoria, conciencia individual y social, distingue el bien del mal, intuye la muerte, es orgulloso y severo, aprecia y goza los placeres de la vida, y vive emociones  inquietantes e intensas. Además el cerdo, que hombrea con medida inmodestia,  se tiene a si mismo por animal superior, y a diferencia del obediente talante practicado por el perro, rehuye humillarse ante el animal humano.

Michel de Montaigne
         No es sólo una apreciación personal, porque desde las mejores cabezas pensantes del mundo antiguo se ha tenido conciencia de ello, y al menos desde Montaigne se afirma que no es el sentimiento, la inteligencia ni la esencia lo que distingue a los hombres de otras especies, sino el grado. Nos distancia el nivel y no la cualidad. La supervivencia animal no es concebible sin el sentido común que la haga posible, y la adaptación del cerdo al medio civilizado prueba una capacidad extraordinaria e incuestionable, percepción atinada de la realidad,  fina inteligencia natural, y un instinto que tiene sus razones. Anótese si se quiere en el debe,  y como Talón de Aquiles, la agudeza especulativa del cerdo, porque su inteligencia  apenas alcanza la de un niño de tres años, aunque se advierte el logro difícil que consiste en no hacer daño a los demás ni tampoco a sí mismo, o la lealtad en el trato amistoso que le caracteriza. Contaríamos con los dedos de una mano los hombres que alcanzan esa meta, próxima a la sabiduría para los escépticos, y… cercana a la santidad para los creyentes.

          De la naturaleza del cerdo se sabe todo, incluso que al estilo de nuestra especie, y dominado de una pasión frenética, hace el amor a lo bestia. Y aunque el servicio prestado por el hombre al cerdo, no se corresponda con la indiferencia y menosprecio habitual del cerdo por el hombre, la similitud y cercanía entre semejantes está probada.               Su fisiología y anatomía reproduce la fisiología y anatomía humana. Su cerebro a escala del nuestro participa de analogías sorprendentes;   su permanente descontento difiere poco del carácter gruñón del obrero mal pagado o el anciano achacoso; su ADN se aproxima a la réplica y está cercano el día en que el trasplante de órganos del cerdo salve la vida de millones de humanos.

      Asumamos pues el parecido cuando nos queda concluir con una oportuna cavilación. El contacto con el mundo animal nos acerca a la filosofía animalista, y a la duda. No seré yo quien niegue la existencia de conciencia, sensaciones, recelos y memoria, de cualquier ser vivo, del más diminuto e insignificante hasta el más gigantesco. Pero admito que nuestros escrúpulos tal vez no resulten convenientes ni útiles a nuestros intereses; somos animales sometidos inevitablemente a la lucha por la supervivencia o la ley del más fuerte, y la compasión es un signo de  debilidad. Somos dependientes y no libres, la necesidad, frecuente enemiga de la racionalidad que nos pide respetar la vida animal, frustra las perspectivas utópicas. Tenemos de ello una clara conciencia, traicionamos ideales alimentándonos de vegetales y animales muertos, o especies cuya voluntad manifiesta es vivir, y, la sensibilidad y receptividad a las necesidades de todo lo vivo, haría nuestra existencia imposible. Pero nadie descarta que la acelerada evolución de la  conciencia cada día más impresionable, promovida por la postmodernidad, nos conduzca hasta las puertas de la sociedad vegetariana, renunciando a nuestro instinto carnívoro. ¡Ése es el futuro! Entre tanto y como corolario, debiéramos saber que denostar la conducta del cerdo, ahondando la porcofobia, es tirar piedras contra el tejado de nuestra civilización, porque  guste o no guste… ¡somos lo que comemos!


domingo, 5 de junio de 2016

INTELIGENCIA ANIMAL


Dice una cita de Buda que, “Cuando un hombre se apiade de todas las criaturas vivientes, y sólo entonces, será noble”. Los animales tienen en común con los hombres la memoria, las emociones, los sentimientos, la vivacidad, los sueños… e incontables funciones  psíquicas y fisiológicas. Pero es verdad que nuestro entorno no se ha caracterizado por suscribir ese principio oponiéndose a la fiesta taurina propia de humanos de escasa sensibilidad compasiva, en la que  miles de espectadores gozan del espectáculo sangriento del sacrificio de un animal. 


No es verdad que al toro de lidia se conceda oportunidades frente al carnicero metamorfoseado en Sota de Espadas, al que se da el categórico y clarificador nombre de Matador, por el contrario se extreman las atenciones para evitar el aprendizaje del toro antes de ser lidiado, por cuanto ese aprendizaje comporta un alto el riesgo para el torero. Convengamos en consecuencia que, nos asiste el derecho a defender o atacar la fiesta de los toros porque la ley es neutral, pero su defensa no es un ejemplo moralizante. Ni es aceptable la consideración  del “toreo como arte”, salvo si corrompiendo el lenguaje  hablamos del “arte de la guerra”  con igual desparpajo, en un miserable insulto a las víctimas.

Al margen de ese debate, encuentro de muy escaso acierto la concepción de la vida animal aislada de la especie humana. Lo que distingue al hombre de otros animales no es la esencia, ¡es el grado! Dicho de otro modo,  nos distinguen de los animales diferencias cuantitativas y no cualitativas. Ahora bien, la visión antropocéntrica, que además contempla la trascendencia humana como dogma religioso, reduce al animal a la condición de máquina de carne y hueso.

Y no es nuevo cuanto decimos aquí. De los muchos defensores de la condición animal, vamos a quedarnos sin embargo con un solo autor para abreviar, Montaigne, que en sus ensayos escritos antes del año 1580 aporta un  interminable número de testimonios, que evidencian funciones superiores en los animales. No somos exclusivos,  sometidos a las mismas leyes no nos distinguen los sentidos ni las necesidades, y respondemos fielmente a igual mandamiento inevitable del orden natural:

¡COMEOS LOS UNOS A LOS OTROS!

 Nos lo hará entender  la brevísima muestra seleccionada del autor francés, de la que vamos a servirnos:
Del mismo modo en que nosotros cazamos animales para alimentarnos, los tigres y leones cazan hombres, los perros liebres, los lucios tencas, las golondrinas cigarras, las salamandras insectos, y los gavilanes cazan mirlos o alondras.
La inteligencia se manifiesta en la capacidad para experimentar, probar y rectificar. Y la cabra de Candía herida, elige para curarse entre un millar de hierbas, el díctamo.
El dragón se limpia y despeja la vista con hinojo.
Las cigüeñas se aplican ellas mismas lavativas con  agua de mar.
La tortuga tras de comerse una víbora busca de inmediato el orégano para purgarse.
Los elefantes arrancan de su propio cuerpo, y del cuerpo de sus amos, los venablos y dardos lanzados en combate, con tal habilidad que nosotros no sabríamos hacerlo con tan poco dolor: ¿por qué no lo llamamos inteligencia?

Caballos, perros, bueyes, ovejas, aves y la mayoría de los animales que viven con nosotros, nos reconocen por la voz, se dejan guiar por ella… y hemos visto bastantes viveros en que los peces acuden a comer al grito de sus criadores. Enseñamos a hablar a mirlos, loros, cuervos o urracas, y esa facilidad que les reconocemos para prestarnos su sonido y aliento, demuestra que tienen dentro de sí un raciocinio que los hace educables y dispuestos a entenderse con nosotros. ¿Qué puede hacernos pensar que los animales no se entienden entre sí?

Y en ocasiones nos valemos de las afinadas capacidades de otros animales para protegernos. Los  habitantes de Tracia, cuando van a cruzar la superficie helada de un río, ponen delante a un zorro, el animal acerca su oreja al hielo para comprobar si oye a corta o larga distancia el murmullo del agua que fluye por debajo, deduciendo  si el hielo es más o menos grueso, para decidir retroceder o avanzar, ¿No tendríamos razón si concluimos que pasa por su cabeza la misma reflexión que por la nuestra? Es decir: que lo que hace ruido se mueve, lo que se mueve no está helado, lo que no está  helado es liquido, y el líquido cede al peso arriesgando nuestra seguridad?

Las golondrinas a las que vemos escudriñar todos los rincones de nuestras casas, no buscan sin juicio ni discernimiento de entre mil lugares el más conveniente para hacer sus nidos. ¿Pueden servirse de las formas y diseños adecuados sin ser conscientes de las ventajas y efectos que conlleva? ¿Cogen agua y luego arcilla para construir sus nidos, sin juzgar que lo duro se ablanda al humedecerlo? ¿Se protegen del viento lluvioso y orientan su morada hacia levante, sin conocer las características de esos vientos y sin tener en cuenta que uno les es más favorable que otros?

¿Por qué la araña trama más tupida su tela en un sitio y más  liviana en otro? ¿Por qué se sirve  de un  tipo de nudo, u otro, si carece de capacidad para deliberar,  pensar y deducir?
Las hormigas extienden fuera de la era sus semillas y granos para aventarlos, refrescarlos  y secarlos cuando observan que empiezan a enmohecerse y oler a rancio para que no se corrompan y se pudran. Y van más allá cuando la necesidad lo requiere: para que el alimento almacenado no se convierta en simiente y no pierda su naturaleza, las hormigas roen la punta por donde el germen acostumbra brotar.
Todas cuantas observaciones hiciera Montaigne, sobre la inteligencia animal, pueden sorprender al observador siglos más tarde, en especial si sostiene la irracionalidad animal, o si ignora los mecanismos de la evolución, (variación en el tiempo de formas vegetales y animales)  con independencia de la forma física que  adopte la especie. Cada individuo del mundo animal sobrevive porque su inteligencia natural, -¡y no su irracionalidad!-  es capaz de adaptarse al medio y devorar cuanto precisa para subsistir… de lo contrario está condenado a extinguirse.