domingo, 17 de enero de 2016

TRADICIÓN, COSTUMBRES, HÁBITOS Y RUTINAS

         Existe una vieja y terca corriente sociocultural, que incita a la aceptación generalizada de tradiciones, aconsejando eludir la labor de improvisar el presente, o decidir el destino y asumir el riesgo de desarrollar la autonomía  personal.

       Se nos educa en la rutina que alimenta prejuicios trasnochados, tomando por canónicos los legados antiguos, dictados por la humildad de quienes sin medios y sin ciencia hicieron pasar ocurrencias ingeniosas por verdades absolutas. Propósitos de esa enjundia elogian la inspiración conservadora y regresiva, que perpetúa concepciones anacrónicas en materia cultural,  religiosa, sexual,  política o social. Y creer que tal herencia folklórica preñada de leyendas y supersticiones, ha de ser abrazada como guía, no es más que  un indicio de  la anemia intelectual u ociosidad servil, que hace concesiones al mundo antiguo en un brindis a la inopia.

        La tradición estimula la creencia en los cuentos y no en lo que vemos, y:       

        Nos impide decidir el futuro.
        Llena las cabezas, vacías de vida interior, cercenando su independencia.
        Prioriza intereses y valores altisonantes pero hueros.
        Despliega un intenso fervor a la vetusta cosmovisión religiosa.
        Determina privilegios de cuna, y canonjías.
        Otorga un valor primordial a las consignas repetidas con obstinación.
        Se afirma en que nos ha dado a conocer la verdad absoluta. 
        Cuenta a las gentes una historia inventada.
        Califica de derecho divino el sostén de instituciones moribundas.       
        Otorga a los individuos la imputación gratuita de los éxitos de la Patria, jamás conquistados por uno mismo, que sustituyen frustraciones por satisfacciones ilusas.         
        Y concede al pueblo determinadas prebendas, o celebraciones festivas y sádicas, que afloran los peores instintos frente a animales a los que se tortura sin misericordia; destrezas populares despreciables que adquieren categoría de ritos, a la manera del tristemente famoso Toro de la Vega o de otros arrabales infectos, alentadores de las inclinaciones bárbaras de los domésticos más torpes, arracimados en plebes.

         El pasado, en suma,  presuntamente noble, y al que se nos pide respetar no por bueno sino por viejo, no siempre es un ejemplo a seguir, y en consecuencia hay que rendirle homenaje… si lo merece. Pero nada debemos a nadie, no hemos de pagar peajes por caminos impracticables, y cuando un edificio no nos gusta se demuele; escribía  Karl Popper sin rodeos que, hay que estar contra lo ya pensado, contra la tradición, de la que no se puede prescindir, pero en la que no se puede confiar”.

Karl Popper
        Ese tiempo rutinario e impertinente, cañón artillero de costumbres trasnochadas que se fue para no volver, detesta la originalidad, corrompe el aire de provincianismo y ha servido  no pocas veces de:
       Cepo que agarrota el progreso y las iniciativas de los individuos y los pueblos.
       Muralla levantada por los mediocres contra la creatividad y la libertad.
       Rémora capital que rehuye la responsabilidad de asumir la realidad.
       Y freno del pensamiento reflexivo.

       De ahí nuestra resistencia a pasar bajo las horcas claudinas de un pasado  autócrata y absorbente que quiere ser presente, e impone sus prejuicios a las voluntades creativas extendiendo, por los cuatro puntos cardinales, la obediencia y la ignorancia. De tal manera que quienes siguen la costumbre, como el tonto la linde, no pasan a la historia por genios innovadores sino por costumbristas genuflexos y repetidores de consignas insípidas, faltos de originalidad y resistentes a todo avance o evolución.

       ¿Para cuándo entonces el triunfo de la civilización sobre la rutina y el hábito? 


Noam Chomsky
       No reivindican imposibles quienes no aceptan el cambio de la realidad por su caricatura, los ideales por convencionalismos vulgares, o la rebeldía por la mansedumbre.  No es razonable vivir de los alimentos masticados por otros, ni admitir los escrúpulos de quienes hacen equivaler el desapego a la tradición con el parricidio, y es cuanto menos juicioso hacer propios los reparos de Noam Chomsky, o su temor a las consecuencias de aceptar la vieja usanza: “La tradición intelectual es de servilismo hacia el poder, y si yo no la traicionara me avergonzaría de mi mismo”.

     Mirar obstinadamente hacía atrás, con el peligro de auto producirnos una espantosa tortícolis, sugiere acabar recreando una situación regresiva inevitable, o un viaje en el tiempo. Si lo deseable, natural e inteligente, radica en bendecir, mantener y practicar obedientemente valores arcaicos, sometámonos a un proceso que nos devuelva primero a la esclavitud y después a las cavernas. Para entonces, perdidos utensilios, ciudades y civilización, sanidad, higiene, escritura y conocimientos,  gozaremos de la naturaleza en su plenitud, desnudos, con largas barbas  y perfilando hachas de sílex. Hay sin embargo tradiciones más añejas, más robustas y verdaderas que estamos obligados a reconquistar… ¡las auténticas! Por consiguiente deberemos retornar a las formas simiescas y primitivas de nuestra arquitectura corporal, renunciar al fuego y cambiar:

      La desnudez por una densa y peluda apariencia.
      El lenguaje por gruñidos.
      El desplazamiento bípedo por el cuadrúpedo.
      Y por fin primates, volvamos a trepar a los árboles donde encontraremos la verdadera sabiduría, la única, el genuino y legítimo origen de los hábitos, costumbres y valores tradicionales...  Adán y Eva, la  serpiente, Caín y la quijada de burro...

      ¡Qué queréis que os diga… prefiero asumir los valores de la posmodernidad!

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