sábado, 14 de febrero de 2015

EL ENTIERRO



(Relato)

              El pueblo al que llegué mantenía intactos los encantos  rurales, o el sello agro y campestre del interior de la península por el que no cruzan carreteras, ni ríos ni ferrocarril, ni ha sido alterado por el paisaje industrial. Muchos años atrás había pisado sus calles  D. Miguel de Unamuno, que al tomar conciencia de las artes de que hacían gala sus habitantes para supervivir, o llevar a cabo el profuso inventario de tareas agrícolas y primarias, exclamara reconociendo su calidad humana: 

 

“¡Qué cultos son estos analfabetos!” 

Aquella expresión de contrastes había dejado en el lugar un regusto indudable por el relativismo, además de una placa junto a la puerta del ayuntamiento en recuerdo del prestigioso e irrepetible pensador, y un culto profano y popular a su figura.

         Me había llevado hasta allí el deseo de acompañar en el dolor a mi amigo Alberto, al fallecimiento de su padre en el hospital de la capital de la provincia, tras una grave enfermedad, y para cuya salvación del alma se celebraba una misa en la iglesia que presidía la plaza mayor. 

          En realidad, cumplía con un deber moral exigido por la estrecha relación de muchos años con Alberto, hasta entonces Director Administrativo de la empresa en que yo trabajaba. Y el encuentro con él tuvo lugar a la llegada al templo donde lo vi afligido, ocultando sus ojos tras  unas gafas negras, y respondiendo con desgana a mi interés por conocer las circunstancias de su muerte:           

          –Por lo que he  podido escuchar murió, afortunadamente, sin sufrimiento –le dije. 

          –Te han mentido. De la vida no te sacan nunca con una invitación amable, ni con disculpas por el daño que te causan… lo hacen a traición. La vida te la arrebatan o expropian de la forma más cruel, te expulsan a patadas de aquí, como si estorbaras –me respondió Alberto con involuntario acento premonitorio, y cierta amargura.



         –Bueno, pero…

          –No me valen los peros. Nos morimos poco a poco, y no hay más consuelo que el de saber de males peores… o el mal de muchos…

         Soporté como pude el inacabable torrente  pesimista de Alberto, quien  a renglón seguido me pidió que no revelara su verdadera identidad, porque no era el momento de presentarse como único heredero de un hombre rico, apareciendo como una estrella rutilante para ser venerado. También me confirmó que, en los últimos días de la enfermedad de su padre, había renunciado a sus cargos en la empresa  que prestábamos ambos nuestros servicios profesionales, para comenzar una nueva etapa en el pueblo dinamizando los negocios paternos. Alberto, que aparentaba humildad, no podía ocultar el orgullo en una sonrisa velada que adiviné en su rostro, al escucharme hablar de la importancia de llevar a cabo el sueño de dirigir un emporio empresarial propio.        
 

Continuábamos en la entrada del templo, y a punto de dar comienzo la misa de córpore insepulto, nos precipitamos hacía el interior avisados por un individuo corpulento, calvo y de mediana edad que resultó ser el acólito de la parroquia, y pareciéndome muy numerosa la cantidad de asistentes al homenaje religioso, me atreví a sugerírselo en voz muy baja.

–Disculpe señor, hay mucha gente aquí ¿verdad? 

–¡Ya lo creo, está todo el pueblo! Este entierro es un acontecimiento. Pero los acompañantes, con cada uno de los cuales tiene cuentas pendientes el difunto, podrían estar en una boda si se celebrara simultáneamente. Ya sabe, todo es relativo –me respondió interesándose a continuación por saber quienes éramos Alberto y yo mismo.

–Bueno, –mentí azorado– somos los fabricantes  de la lápida del mausoleo.

En las bancadas del lado derecho de la iglesia se sentaron los hombres, y nosotros lo hicimos en la última fila, no pudiendo evitar que la feligresía al completo girara sus cabezas, para mirarnos, en un gesto de extrañeza y curiosidad más que de reconocimiento. Y comenzado el ritual seguido por el vecindario, nos aplicamos en imitar respetuosamente su actitud y pasar desapercibidos  poniéndonos en pie con algún segundo de retraso, o sentándonos con un retraso semejante.

En un momento determinado de la ceremonia, el sacerdote ilustró brevemente la vida del difunto, elogiándolo y apuntando que en el mundo corrompido en que vivimos, había navegado con la brújula de la conciencia por timón, dando la espalda a toda suerte de frivolidades y libertinajes. Glosó su figura aseverando que había sido un gran alcalde, o que el señorío de cuna es un designio concedido a pocos hombres, y, añadió el sacerdote con un tonilla intencionado:

–Se negó muy especialmente a secundar el deísmo ecologista, y el relativismo laicista que socava los cimientos más hondos… de este pueblo. Por eso representó dignamente la alcaldía, y sus negocios florecieron además de… 

A la pronunciación de las últimas palabras, y en ambos lados de la nave del templo, un difuso rumor espontáneo creció hasta ser apagado por orden del oficiante:

–¡Silencio por favor, estamos en la casa de Dios! 

Terminada la ceremonia, insistí a mi amigo en las condolencias ofreciéndome para asistirle en cualquier necesidad, a lo que contestó que  me agradecía de corazón el compromiso, disculpándome de la imposibilidad de asistir al entierro dadas las seis horas de camino que me separaban de mi residencia habitual, y el apremio de asistir al trabajo al día siguiente. 



            –Alberto, nos abandona tu padre, un verdadero hombre. Se va de este mundo un paradigma de la rectitud y el honor, –dije prolongando cada sílaba– pero la vida sigue y sé que para ti hay un anhelo esencial: continuar su obra. Eres un tipo con suerte, Alberto, todo te sale bien y ahora podrás hacer mucho por la gente de este lugar.

            –La razón de establecerme aquí, no es otra que perseguir ese  objetivo.

            –En tal caso, Alberto, tú también podrías ganar las elecciones a la alcaldía.

            –Sí me agradaría, yo imagino que gobernar debe ser bueno, aunque sea un hato de ovejas –concluyó parafraseando a Sancho Panza.

               Me respondió como quien guarda celosamente un tesoro, y en sus ojos centelleó la vanidad traspasando la opacidad de sus gafas. Le despedí con un fuerte apretón de manos y,  pregunté al acólito por la hora a que iba a celebrarse el sepelio. 

           –Casi inmediatamente, a las ocho y después del cierre de la gasolinera del pueblo, temprano para la gente de aquí, a la que gustan los entierros nocturnos –respondió. 

        A mi salida de la iglesia anochecía, y hacía frío. Los cuervos graznaban posados sobre los árboles mustios y sin hojas, y parecían anunciar el diluvio con que los grises nimboestratos amenazaban. Un par de minutos más tarde, llegaba al improvisado aparcamiento y arrancaba el coche dispuesto a volver a Zaragoza, dirigiéndome a la gasolinera en la que un empleado se me acercó atentamente, mirándose el reloj y diciéndome que eran las ocho y diez minutos, y estaba cerrada. Sin embargo, a un gesto mío de súplica descolgó una manguera del soporte, y suspendido el movimiento me preguntó  por el tipo de combustible y la cantidad que deseaba repostar.


            –Diesel… llénelo, si es tan amable.

            –Me creo en la obligación tratándose de un forastero… y a propósito… ¿que le trae por aquí, si no es indiscreto preguntarlo? 
        

–El funeral del padre de mi amigo Alberto –respondí importunamente.

–¿Le conoció usted como persona? –me preguntó vivamente interesado.

–Pues no… sólo tengo de él las referencias ofrecidas por el cura durante la misa. Al parecer era depositario de un carácter, una templanza e inteligencia admirables, y muy estimado aquí, aunque viviera entre ustedes solamente los quince últimos años de su vida. Un hombre modélico, de los que hay muy pocos…

–¡Y no debería haber ninguno! –me interrumpió el gasolinero– No crea nada de lo que ha oído al cura, florea a los difuntos como si fuesen divos de la ópera. ¡Era un crápula! En la comarca  no había estafa ni desmán en los que no participara. Entre nosotros, aunque no es momento adecuado para hablar… ¡No se ha conocido un ejemplo de desaprensivo y caradura que abusara tanto de su autoridad! Él y el enano, que ha sido siempre su lugarteniente y vasallo, han obtenido finalmente la suerte que merecían: ¡una quiebra definitiva!... Pero han tenido al pueblo siempre bien agarrado por las pelotas. 

–Pues no es eso lo que hemos oído. Por otra parte creo que la gente se revela ante situaciones de probada inmoralidad… –interrumpí un poco sorprendido.

–Si fuera así no existirían las fábricas de armas, una locomotora industrial que ocupa a químicos y metalúrgicos, transportistas, intermediarios, administrativos o mineros, ninguno de los cuales abandona su puesto aunque diga estar moral y definitivamente inclinado por el derecho a la vida y el pacifismo… 

–Debo decir que me sorprende que usted trabaje sirviendo combustible… le veo muy despierto… –le dije.

–Bueno, tengo otras ocupaciones. Lo natural en un autoempleado que lucha por la supervivencia. Soy propietario y único servidor de la gasolinera; el negocio en este desierto no es suficiente, y lo complemento con los oficios de sepulturero, cartero y electricista. Fui el último pregonero; llevo mucho tiempo ejerciendo de sacristán en la iglesia y tocando el armonium en los actos de especial solemnidad, aunque no soy creyente; y cultivo algunos centenares de árboles frutales… lo mejor que tengo.

–Demasiado trabajo –le respondí.

–Demasiado trabajo para que un timador me engañe, señor. Y el padre de su amigo, al que llamamos  patriarca, me engañó a mí y al pueblo entero, comprando la cosecha de frutas de tres años, y de la que aún no ha pagado un céntimo. También hizo desaparecer las aportaciones en metálico destinadas a la reconstrucción del castillo y el ayuntamiento, o las campanas de la iglesia vendidas por chatarra… o las puertas de forja del cementerio… y  mil cacicadas más.

            El hombre marcó un número de teléfono y mantuvo con el acólito de la iglesia una breve conversación, induciéndole a buscar entre la comitiva a un forastero que respondiera al nombre de Alberto, presunto hijo del patriarca. Seguidamente fue informado de que la comitiva caminaba hacia la gasolinera, con el ataúd y de camino al cementerio, y cerró el teléfono haciéndomelo saber. Acto seguido se dispuso a devolverme la vuelta del billete de cien euros. Miró hacia atrás porque acababa de estacionar un automóvil, que llegó haciendo sonar el claxon con  exigente impertinencia, y una mirada furtiva le bastó para reconocer al conductor del mismo, un individuo del que me dio información de inmediato. 

            –Éste, –apuntó manteniéndose de espaldas a él– es un espécimen de armas tomar. Un personaje arrogante e intratable, de un incurable complejo de superioridad, al que gusta imponer su ley… ¡El día que lo coja… le tengo unas ganas! 

–Un tipo imponente –rematé.

–En efecto, lo parece por lo dicho… por el contrario su aspecto no lo confirma, es el enano cretino socio del patriarca.
 

Dicho eso, el gasolinero se encaró con él advirtiéndole que, no atendería más clientes por razones de horario y apremio en la asistencia al cementerio. Pero el enano no aceptó la disculpa. Bajó del vehículo, enfurecido, exigió atención inmediata alegando jugarse algo importante, y después cogió una manguera haciendo intención de servirse. El  gasolinero, irritado, tomó un palo a su alcance, y se dirigió al enano amenazándole con que estaba dispuesto a llevar a cabo un doble enterramiento ese mismo día. 

–Estos se matan –pensé.

Pero después de tomada la iniciativa, el gasolinero se detuvo, levantó su mano izquierda, puso el dedo índice sobre sus labios en actitud de escucha, y enarcó una ceja animándonos a poner atención. En efecto,  nos pareció oír un rumor que transformado en griterío cada vez más fuerte, en solo unos momentos era un tumulto, una algarada pública de voces airadas que se amplificaba más y más.




Anduve unos pasos, me asomé tras el edificio de la gasolinera y alcancé a ver la perspectiva de la calle ocupada por una marea humana. En primer plano y destacado  mi amigo Alberto corría a la desesperada, perseguido por la comitiva en pleno que como una manada de búfalos hacía temblar el empedrado. En medio de la inmensa polvareda, algunos perseguidores de Alberto recogían piedras de la calzada que le arrojaban, en tanto la mayoría gritaba con desafuero: 

–¡Hay que lincharle! ¡Cogedlo y le colgamos junto al enano!

Mi aparición en la esquina, todavía distante, fue descubierta por Alberto quien se quitó las gafas oscuras, las arrojó al suelo y esbozó un rictus amargo de alivio, desesperación y  necesidad de auxilio, acelerando su carrera en un esfuerzo supremo de supervivencia. Retrocedí enseguida hasta mi coche, y abrí ambas puertas delanteras a la espera de que Alberto llegara ileso. Medio minuto más tarde, doblaba la esquina y me descubría agitando un pañuelo blanco para hacerme ver. A punto de ser atrapado por los más rápidos de los perseguidores, con los ojos desorbitados, jadeante, agitadísimo, rojo como un tomate y asfixiado por la corbata, Alberto se introdujo en el vehículo, cerró la puerta y gritó:

–¡Arranca!... ¡Vamos, arranca!... ¡Arranca que nos jugamos la vida!... 

Me hubiera gustado hacerlo con un espectacular derrape y fundiendo el asfalto.

Pero no fue posible. Cuando quise arrancar, una masa humana, una humana masa que rugía había levantado el automóvil del suelo, como si fuera una pluma, agarrándolo por los bajos. Lo volcaron con nosotros en el interior. Nos sacaron de él. Agarraron al enano por el pescuezo, y nos dieron a los tres una paliza descomunal de la que todavía no me he recuperado. 

Después de humillarnos apaleándonos, nos quitaron la cartera, nos dejaron desnudos como nuestra madre nos trajo al mundo y nos rociaron generosamente de gasolina, pusieron de nuevo las ruedas del automóvil sobre el pavimento, y, el enano, Roberto y yo mismo fuimos introducidos en él a patadas. 

Entonces lo arrancamos para no volver por el pueblo jamás.