domingo, 12 de julio de 2015

LOS ÚLTIMOS AUXILIOS

          Era domingo, anochecía y en las pantallas acústicas se oía la sonata Claro de Luna de Beethoven. Libres de obligaciones ambos hermanos,  concentraban la atención en la disputa de una reñida partida de ajedrez sobre el tablero que descansaba en la mesa del escritorio, campo de batalla incruento para dilucidar una vez más la primacía en el juego. Con las blancas, y aparente ventaja en material, jugaba el sacerdote de la parroquia, un hombre popular y despierto, exitoso, jovial, comunicativo, treintañero, muy querido por los vecinos, y participante activo en actos festivos y deportivos de la villa, junto a los mozos y como uno más.

         Frente a él, Rodrigo, su hermano mayor y concejal del ayuntamiento en la oposición, golpeaba su frente con la mano derecha lamentándose, movía un alfil en dirección ascendente hacia la izquierda, y capturaba un peón bromeando con el hecho de que las piezas que imitaban obras maestras del Renacimiento Italiano, le proporcionaban la misma satisfacción que comerse  un cardenal ataviado con todos los ornamentos del cargo. Acto seguido el sacerdote, que no pudo ocultar la sonrisa que traiciona una falsa humildad, anunció a su hermano:

          –¡Jaque mate en dos movimientos!

          Después salió del despacho dejando a Rodrigo aligerándose el cuello de la camisa y mesándose el cabello. Y tras recorrer el corto pasillo que conducía a la cocina,  abrió la puerta del frigorífico, extrajo la botella de un vino blanco con denominación de origen Xaló, tomó dos copas para retornar frente al tablero de ajedrez, y se dirigió a su hermano aleccionándole:

           –Rodrigo: pagas caro un error en la apertura que no puedo perdonarte. Me ha sido más fácil ganar esta partida que explicar a los feligreses de la parroquia,  convincentemente, el sentido de la vida.

           –Sí, me ha traicionado un impulso irreflexivo, me he precipitado –asintió Rodrigo recolocando las piezas con ánimo de tomarse la revancha– veremos en la próxima partida si…

–¿Y te dejas traicionar por tus impulsos, gozando de libre albedrío?

        –Bueno, ya sabes que no me cuento entre quienes creen en el libre albedrío… esas son cosas de la Iglesia… ¡cosa vuestra!


         –Vaya, eres determinista.    

         –Siempre te lo he dicho. Si no puedo controlar a voluntad mi tensión arterial, ni dotarme de la capacidad intelectual deseable, ni interrumpir el ritmo a que envejeceré inevitablemente, ni cambiar los instintos por la razón… Si ni siquiera he podido elegir al nacer, ser hombre, ser mujer, o ser un león africano; ser rubio y alto en vez de moreno y bajo; nacer en París o Nueva York en vez de en Albacete… la libertad es una ficción tan ilusa como la esperanza de reencarnarse en el Cid Campeador –contestó Rodrigo irónicamente.

          –No lo veo así, Rodrigo. No he elegido ninguno de tus presupuestos y soy libre.

          –Hermanito, yo diría que adaptado y sumiso a Roma, cosa muy distinta. Y te diré otra cosa: ni siquiera te conviene serlo y exponerte a sus riesgos, porque un ser libre podría hacer cualquier barbaridad y no lo que la gente espera de él… quiero decir que no tiene por qué someterse a las convenciones sociales ni  a sus costumbres; el ser libre es un ser imprevisible, no se debe a nada ni a nadie, como resultado de ello no depende de la dictadura de la moral de vía estrecha… y ya sabes que la ocasión la pintan tentadora y hace al ladrón.

          –No comparto tus valores materialistas… El libre albedrío y el amor, el amor y el libre albedrío son las bazas más valiosas a nuestro alcance –abundó el sacerdote exhibiendo una condescendiente sonrisa.

         –¡A mí me vas a hablar de amores! Enamorarse tampoco es una decisión libre, se enamora un instinto que te arrastra y tratará como un pelele, condicionará tu vida, y en ocasiones para hacerla imposible. El amor es una fiera que se niega a ser domesticada… un trastorno irracional.

         El sonido del teléfono interrumpió la oratoria del laico que guardó silencio, y escuchó al sacerdote responder con monosílabos intermitentes, afirmativos, y en tono contenido y visiblemente emocionado. Acabada la conversación colgó el aparato, y comunicó a Rodrigo la improrrogable necesidad de salir de inmediato para atender, en los últimos auxilios, a una mujer enferma a las puertas de la muerte. Atacado por un inusual estado de nervios, recogió una voluminosa bolsa preparada al efecto, y salió precipitadamente de la residencia seguido de Rodrigo, quien le preguntó si deseaba que le acompañara  obteniendo una respuesta negativa:

        –Gracias por el ofrecimiento. No necesito acólitos y debo de ir solo. No conviene provocar una innecesaria atención de la vecindad, a veces incluso no es más que  una falsa alarma.

        –¿Se trata acaso de alguna personalidad?

        –Sin duda, muy importante –asintió el sacerdote.

         –Por aquí hay familias nobles… ¿Pertenece a la nobleza? –insistió Rodrigo.

         –Así es,  pertenece a esa clase que tú denominas anacrónica y decadente.

         –Bueno, créeme yo también sé apreciar los valores individuales cuando los hay. 

         –¡Tú no sabes apreciar nada! –dijo, el sacerdote acelerando el paso para salir.

         Unos segundos después, al cruzar la acera, daba un traspiés  golpeando el bastón de un invidente que tanteaba con precaución rutinaria el terreno, y se excusaba insistentemente a sabiendas de que lo hacía frente al vendedor de lotería, el ciego del barrio, un hombre popular y cercano que reconoció al sacerdote por la voz.

         –No, no ha sido nada y nada tengo que perdonarle Padre Anselmo… andar por la calle a estas horas sólo se le ocurre a un ciego… la culpa es mía, deberían de prohibírmelo… –dijo con tono de indisimulado sarcasmo.

         –¡Por favor Damián! ¡Por favor!... Usted no es culpable de nada, de nada, amigo...

         –Entonces… –interrumpió el ciego acentuando el sentido cáustico– siendo como soy un ser inocente, ¿ya sabe quién es el culpable de que yo no vea nada, y el artífice de que usted lo vea todo?

         El sacerdote que recordaba las acostumbradas trampas dialécticas del ciego palmeó su hombro amistosamente, le aseguró que encontraría otro momento para discutir aquel asunto, y al tiempo que arrancaba la motocicleta  aparcada en la zona reservada de la vivienda,  partía como una exhalación sin más formalidades.


         Rodrigo asistió sin intervenir al cruce de palabras entre su hermano y  el ciego con quien mantenía una amistosa relación. A la partida del primero le saludó cortésmente, y felicitándole por su ingenio tras verlo pasar palpando con el bastón el estado del pavimento, se introdujo en su casa pensativo y arrepentido de la terquedad con que combatía los principios de su hermano, jurándose atemperar sus actitudes radicales en las próximas oportunidades.

         A la entrada de la mañana del día siguiente las campanas de la iglesia, monótonas, tañían con tono lúgubre emocionando las conciencias de la vecindad, y un crespón negro oscurecía la bandera a media asta en el balcón del ayuntamiento. El pueblo entero conmocionado, preparaba el funeral. La muerte de un ser humano es la muerte de una parte de cada uno de los seres humanos del entorno, y el fatal desenlace conmovía los cimientos y el corazón de los ciudadanos de la  comarca.

       Al anochecer cinco religiosos de la diócesis, incluido el deán del cabildo catedralicio y el obispo, concelebraban una misa de córpore insepulto, por la eternidad de su alma. Lo hacían con el fondo de un lastimoso réquiem entonado por el órgano a manos de un organista, traído a propósito desde la capital, acompañado de un espléndido coro de voces masculinas.         

          La iglesia revestida de solemnidad la abarrotaban gentes de toda condición social, y algunas de rara asistencia a todo acto litúrgico. Llegada la homilía, el obispo y oficiante principal de la misa, en un cálido y afectivo homenaje al cuerpo presente, hizo un canto al espíritu de sacrificio altruista; un elegíaco canto a la actitud pastoral del sacerdote que, en la madrugada de un día cualquiera del frío invierno, volviendo de cumplir con la sagrada administración de los últimos sacramentos a quien sufría, a bordo de una motocicleta impactaba brutalmente contra un vehículo agrícola parado en el arcén, y como consecuencia desangrándose sobre el asfalto de la carretera, fallecía.

          Plantado en el discreto extremo lateral de la nave de la iglesia, inmóvil, permanentemente en pie, abstraído y ausente, Roberto evocaba los últimos minutos que viera con vida a su hermano, grabados en la memoria como se graban las historias inconclusas, que por sus velados enigmas nos inquietan hasta encontrar una solución acertada.       
    
           Ante la insaciable curiosidad de los asistentes al ritual, en la primera fila de bancos y a la derecha del féretro que contenía los restos mortales del sacerdote, permanecía sentada la joven enferma a la que quiso auxiliar in extremis. Su presencia concitaba todas las miradas. Pálida, oculta tras de unas gafas negras, y afortunadamente  restablecida de la dolencia terminal, milagrosamente, a juzgar por el rumor insistente que corría por el pueblo, lloraba con un desconsuelo indescriptible e inenarrable; con la aflicción translucida en el atuendo de riguroso luto, que no rompía la delicadeza de sus naturales ademanes de clase.

        –Hermanos: No disponemos de la profundidad teológica y escolástica suficiente para escrutar los caminos de  Dios; los caminos de Dios son inescrutables, y la fragilidad de la existencia humana traiciona los deseos más sentidos… –oraba el obispo.

         Las palabras sonaban muy lejanas a Roberto, quien miraba fijamente a la joven rescatada de los brazos de la muerte con la inocencia del hermano mayor. Desprovista de las gafas que la ocultaron en los primeros momentos y realzada su delicada elegancia, el óvalo perfecto de su cara, sus facciones de expresiva y seductora sensualidad, sus pestañas infinitas, la belleza de unos ojos claros e inconmensurables que reflejaban ingénitas ansias sentimentales y evocaban nostalgias irreprimibles, le sugerían alternativas a la interpretación del drama, en tanto la imaginación se negaba a apartarse de su hermano, y se decía:

         –Los caminos de Dios son inescrutables… algunas veces… señor obispo.    
                                                                          
                                                                                                  MARIANO MARTÍN S.E


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