domingo, 7 de junio de 2015

¡¡¡TAXI!!!



         A la orden de llevarme a la Calle Cogolludo, el taxista  respondió de inmediato:


     –Hay tres rutas por las que llegar… ¿Prefiere alguna?

     –No conozco la ciudad, decídalo usted… es el profesional.

     –Entonces lo haremos por la más corta. Además, y si no le molesta, aprovecharé para recoger las entradas para una ópera, en el teatro “Las Valquirias”.


          El taxista, un hombre de entrecejo poblado y esquiva mirada, no opuso resistencia alguna a la solicitud de  fumarme un cigarrillo en el interior,  me pidió que abriera la ventanilla para aligerar la densidad de humo y aceptó gustoso el que le ofrecí. Después excusándose por carecer de cenicero, pidió que tirase la ceniza al suelo, y aseguró que la circulación era lenta en cualquiera de las rutas que hubiéramos elegido.

     –Desde que los pobres tienen coche, el tráfico es un caos. Iremos despacio.


        Puestos en marcha, abandonamos la plaza en la que no parecía existir vida humana,  bordeamos un cementerio, y entramos en el parque de arbolado de hoja caduca donde un rebaño de cabras, que pastaba rastrojos de escasos y sucios hierbajos, era vigilado por un pastor al que la intención de fornicar con los animales parecía estar escrita sobre su cara. De tanto en tanto, en los márgenes de la calzada que dividía el lugar, familias enteras parecían tener su residencia sin más techo que los altos y aborregados cirrocúmulos. Al ruido del automóvil, media docena de buitres carroñeros empleados en extraer las vísceras de un animal envuelto en alguna prenda textil, levantaban el vuelo, y el taxista comentó algo que me sobrecogió hasta el espanto, y no pude creer:


     –Todavía les quedan restos por devorar de esa misma pieza. Se están comiendo el cuerpo de un soldado muerto, un paracaidista caído accidentalmente sobre el lugar, esta misma mañana. Bien visto es un trabajo ahorrado a los servicios funerarios de la ciudad.


       Miré severamente al taxista y callé pensando que estaba loco o pretendía que lo tomara por tal. Un poco más adelante, y atravesada la zona verde, tomamos una arteria bulliciosa, empedrada y llena de colorido. Una verdadera galería de inacabable diversidad, salas de fiesta, grandes escaparates, música callejera, predicadores, excentricidades originales y espectáculos populares, en la que no circulaba un solo coche. Mendigos con cara de hambrientos, descuidados de barba larga y chaquetas raídas, sentados sobre algunos bancos de hierro fundido a la puerta de una iglesia cerrada a cal y canto, pedían una limosna que nadie les daba. Tres  borrachos con sendas botellas metidas en los bolsillos de sus chaquetas, cantaban canciones obscenas y de ningún respeto a la autoridad humana o divina, y dos fornidos mozalbetes se burlaban de una señora a la que golpeaban en la cabeza antes de robarle el sombrero, y  alejarse de allí con grandes risotadas. 

       Eran los prolegómenos de una carrera en la que yo, sentado junto al taxista, comencé a  inquietarme al comprobar que, éste miraba con frialdad e indiferencia una escena como aquella, ante la que me sentí obligado a comentar:

     –¡Qué falta de respeto!... Hoy la juventud  ha perdido la vergüenza.

     –Sí, –respondió el taxista– en vida del Caudillo no pasaba esto.

     –Tampoco en tiempos de Don Pelayo –repliqué.

       El automóvil pasó un largo espacio con bancos, obstáculos e irregularidades en la calzada, que obligaron al conductor a reducir la velocidad considerablemente, y en algún momento llegué a temer que no pudiera continuar circulando. A la derecha, y en un sucio portal de vecinos pobremente iluminado, un anciano sodomizaba a un joven muchacho, un espectáculo que sin pasar desapercibido para ambos simulamos no ver.

       Junto al primer kiosco de prensa, el tipo que llevaba una cabeza humana bajo su brazo derecho, y andaba  publicitando a viva voz una velada de lucha libre, no podía ocultar la satisfacción de quien exhibe un trofeo, y adoptaba posturas culturistas haciéndose valer frente al puñado de prostitutas, que provocaban a los transeúntes escandalosamente promiscuas, realizando insinuantes movimientos de caderas.

         Apenas un palmo más allá se amontonaban sobre la acera cantantes de rap, trileros, camellos, carteristas y rufianes, crápulas fracasados y vividores, hedonistas recalcitrantes y tatuados, alcahuetas, proxenetas y gentes tan raras que arrancaron de mi boca, irremediablemente, un comentario desdeñoso:

     – Sodoma y Gomorra juntas, contaban con menos corruptos que esta calle. 

     –Si esto llega a oídos de Dios, no deja de ella piedra sobre piedra, –zanjó el taxista antes de ironizar–: ¡Nunca me he creído que el hombre sea un animal racional!
      Junto a la entrada de un despacho de quinielas, un  torero vestido de negro desde las zapatillas a la montera, y con la muleta del mismo color, firmaba autógrafos y vendía fotografías que reproducían algunas de sus mejores artes. Apiñados, decenas y decenas de turistas extranjeros o ciudadanos del país que deseaban saludar personalmente al diestro, lo asediaban. 

     –¿Le reconoce?  –me preguntó el taxista.

     –Naturalmente. Es el matador retirado Lucerito de Torquemada, y tuve la oportunidad de verlo en la célebre corrida de Nimes, en Francia. Toreaba a un toro blanco, dando muestras de su habitual extravagancia, y le cortó en vivo las dos orejas paseándolas triunfalmente por el coso,  llamando la atención de los espectadores con una insolencia detestable. El hecho pareció irritar la conciencia del animal, que derribó a Lucerito, y tras voltearle repetidamente haciéndole caer al suelo como a un muñeco, terminó por humillarle del modo más indecente: orinando y defecando sobre su cuerpo, tendido en la arena mientras protegía la cabeza con las manos, antes de babearle. Más que otra cosa sorprendió a los espectadores que, los integrantes de la cuadrilla del torero aplaudieran al toro sin intentar en ningún momento auxiliar al maestro. 

        El taxista, cuya sensibilidad parecía conservadora, rió abiertamente al escuchar una historia que ya conocía, y añadió que al toro le habían levantado un monumento en la Plaza Mayor y dejado de semental en una prestigiosa ganadería de Salamanca, pero suspendió el comentario  cuando interrumpidos por una manifestación detuvo el vehículo. Algunos centenares de manifestantes atravesaban la calzada enarbolando banderas de diversas nacionalidades y una pancarta escrita en un  idioma que no entendí. Les seguían un nutrido grupo de personas con notables dificultades motoras, entremezcladas con decenas de mutilados, mendicantes e indigentes, o sordos de tan indignada actitud que parecían hablar. Creí que se trataba de reivindicar atención sanitaria y pública para extranjeros sin papeles, pero reservé mi opinión al observar que el séquito lo cerraba un grupo de exlegionarios, de las guerras de África,  que desplegaban una pancarta con el retrato del general  Picasso, protestando por las exiguas pensiones recibidas del Estado. 

     –Oiga amigo, –le dije al taxista– estoy confundido con el panorama humano tan peculiar que pone a mi alcance, parece salido de un relato surrealista.


     –Ya lo creo, surrealismo en la más pura expresión– enfatizó el taxista indicándome el cartel informativo más cercano, en el que podía leerse algo que me hizo temblar: 
      “Al Infierno: 1 kilómetro”.

       Seguíamos avanzando. En la calzada no había más vehículo que el taxi, ni más obstáculos que un cochecito de bebé que se llevó por delante, y una ordenada procesión de penitentes que portaban velas de cera encendidas,  aireando sus pesares en el medio de un sepulcral silencio donde la calle se volvía umbrosa. Al son de una carraca de timbre rocoso, agitada desde la cabecera de las columnas de nazarenos, el espectáculo de inexpresable atractivo, estremecía. Cabizbajos y solemnes, cargados de sentimiento de culpa y arrastrando los pies, los hermanos de la cofradía vestidos de pardos y austeros sayones de tela de saco, inspiraban una profunda y penosa tristeza, el dolor infinito del alma torturada, o la pena que produce la incertidumbre que acosa al soldado raso tras una batalla perdida. Las cuatro columnas de escrupulosa alineación y formadas por orden de estatura, flanqueadas por curiosos mirones a ambos lados de la calle, retuvieron  el avance del taxi al que hubo que parar el motor por la exigencia de una pareja de la  policía municipal.

      –Los nazarenos girarán en la próxima travesía, a la derecha, por la Calle Devoción, y les dejarán el camino despejado, –nos informó un agente de la autoridad– la espera será breve, pero disponemos del tiempo suficiente para ponerle una multa reglamentaria, señor… ¡Circula usted por una  calle peatonal!

     –¡Maldita sea! No lo había advertido, es  mi primer  día como profesional del taxi.

     –Y será el último, aunque le dejo continuar por respeto al pasajero que lleva. El informe que le extenderé acabará con una carrera que nunca debió empezar.

      El policía enmudeció, sacó una libreta y garabateó sobre ella, no sin pedir los correspondientes permisos reglamentarios al taxista, que firmó la denuncia en medio de acerbas críticas contra el gobierno y la falta de libertades para los hombres con iniciativa. Unos minutos más tarde, y despejada la calzada, el taxista hizo intención de arrancar el vehículo, pero desistió enseguida dándome cuenta de que no funcionaba el motor de arranque y deberíamos empujarlo. Abrí la puerta y salí al exterior respondiendo a la petición del taxista, e hice inmediata intención de moverlo apoyando mi hombro sobre la aleta trasera derecha. Un momento después un grupo de individuos que semejaban muertos vivientes, vestidos de particulares y andrajosos ropajes, con los ojos rojos como cerezas, los rostros descompuestos, las barbas crecidas y descuidadas, vacilantes de andares y expresiones bocales incongruentes, se aplicaban imitándome hasta conseguir ponerlo en marcha.

      El motor rugió despidiendo por su tubo de escape un hedor diabólico, y abandonamos el lugar tras ocupar mi asiento junto al conductor. Un par de centenares de metros más adelante, la cartelería publicitaria del teatro “Las Valquirias”, especialmente brillante y luminosa, anunciaba el estreno de una ópera rock cuyo título destacaba por el mensaje subliminal: “Los amores de Belcebú”. Junto a la puerta del teatro, un individuo agitaba los brazos, llamando nuestra atención. El taxista, que reconoció al hombre, me anunció que se trataba del amigo y empleado del establecimiento que le obsequiaba con invitaciones para el estreno de la obra, redujo la velocidad y finalmente paró el vehículo a su altura. Abrí la ventanilla situada a mi derecha, y adelantándome saqué la cabeza por el hueco para recibir al sujeto, que indiferente a mi acción saludó brevemente al taxista entregándole las invitaciones. Después… Nunca hubiera sospechado yo las intenciones que ocultaba aquel tipo, porque el destino tiende celadas que nuestra ingenuidad no espera. Tengo un recuerdo vago y oscuro del dramático momento por el que pasé, pero no me anima ningún deseo de echarle literatura a un capítulo tan importante de mi existencia. 


       Contaré los hechos tal como sucedieron.

       La mano larga y huesuda de aquel sujeto, una garra de férrea y salvaje contextura envuelta en un guante de látex, me agarró del cuello apretándome tan fuertemente que me cortaba la respiración y amenazaba estrangularme. Asido fuertemente por ella, que tiraba hacia afuera, mis brazos y manos aplastados contra la puerta quedaban anulados para ejercer ninguna oposición. La firmeza de la tenaza humana superaba mi leve resistencia, y sus uñas rasgaban mi piel haciendo correr los primeros hilos de sangre que sentía empapar el cuello de mi camisa. La angustia se apoderó de mí. Por un instante, y en los primeros estertores que anunciaban la muerte, la  película de mi vida, efímera y de proyectos apenas esbozados comenzó a pasar por mi mente al tiempo que la entrada en un túnel cegaba mis ojos, y a la salida me deslumbraba una luz envuelta en sublimes acordes del Réquiem de Fauré en la apoteosis musical de trompas, trompetas y fagotes. Comencé a experimentar un abandono absoluto de la voluntad y el desprecio por el pasado. El retrovisor recogía mi rostro amoratado, mis ojos sin expresión y la lengua afuera; la vitalidad se despedía de mi conciencia, sin añoranzas, y terminó por invadirme el conformismo de quien completamente derrotado abandona el mundo. Se consumaba la tragedia personal, en tanto el taxista revelándose como un traidor, se dirigía al agresor pidiéndole antes de sonreír de forma macabra:

     –Aniceto, remátalo y echa su carne a los buitres, pero recuerda que debe parecer un suicidio… ¡recuérdalo! 

        La advertencia produjo en mí una súbita y formidable reacción, deseos sobrehumanos de volver del más allá. Giré mi cabeza movido por la insaciable y desesperada ansia de respirar en un impulso irrefrenable, atrapando con la boca  la mano asesina, y abrí los ojos: Junto a la cama del hospital, el cirujano quejándose con  ayes de dolor trataba de sacar la muñeca de la mano derecha de mi boca, al tiempo que tranquilizaba mi estado de ánimo con pronósticos esperanzadores:

     –Todo va bien, la intervención quirúrgica ha sido un éxito. Ha dormido usted tan profundamente como un niño, y se repondrá pronto. Ahora vuelva aquí, a la realidad.

     –Doctor…. ¿Entonces, de dónde vengo? –inquirí sorprendido.


                                                                                                       Mariano Martín S.E.