domingo, 11 de enero de 2015

¿Tiene sentido el pacifismo?


         Si viviéramos en la Edad Media, y perteneciéramos a familia de noble ascendencia, dispondríamos del correspondiente escudo de armas policromado y tallado en bajorrelieve por un diestro artesano, entraríamos a formar parte de la orden correspondiente y,  protegidos de casco y armadura de hierro, sobre un recio y orgulloso alazán, nos sentiríamos complacidos de acudir a la guerra armados hasta los dientes, y secundados por un escudero. 

            La defensa de los valores entonces en alza, y el botín, justificaba la beligerancia, la hostilidad y la ofensiva contra los enemigos, o contra los que sin ser enemigos se daban por tales. Fama, Fortuna y Honor perseguidos apasionadamente, anidaban tras los valores como la lealtad y el coraje predicados, porque sin Fama, sin Fortuna y sin Honor, no hay gloria, y sin la gloria… ¿para qué vivir? Entonces, y siglos más tarde, el manejo de las armas al servicio de Señores y Títulos nobiliarios naturalmente bendecidos, reputaba popularidad, o en ocasiones premiaba con una dama de hacienda y dote, importantes, con los que olvidar su fealdad.

El manifiesto futurista
            Pero la guerra, calificada de ejercicio purificador, necesario y tantas veces enaltecida, a la espera de alistar mesnadas de piojosos y psicópatas, listos para morir por intereses de extraños, ha tenido siempre constructores de arcos de triunfo que festejan la vanidad de producir más muertos, y cantores que han justificado sus aterradoras consecuencias, o transportado al cielo a los muertos propios, y a los abismos más profundos a los muertos ajenos. Y ello incluso en los tiempos en que la cultura refinada, de una Europa moderna que editaba prensa diaria, parecía haber superado la barbarie. Ayer mismo, en el año 1908,  época de nuestros abuelos, el atroz y brutal “Manifiesto Futurista” escrito por el poeta Filippo Tommaso Marinetti, ejemplo de extrema violencia literaria y precursor emotivo de tragedias irreparables, no solamente denostaba el feminismo o anunciaba la destrucción de museos y academias. En el punto 9 del pregón, proclamaba enfáticamente el siguiente maleficio belicista a favor de una guerra de exterminio: 

 “Queremos glorificar la guerra como única higiene del mundo, y queremos glorificar el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las que se muere y el desprecio de la mujer.”

La mística de la guerra, insensible e irracional, era la respuesta del vate al movimiento pacifista remozado a finales del siglo XIX, y no puede introducirse más metralla en cartucho más reducido. 

Marinetti tuvo muchos años para hacerlo, y murió el año 1944 de un ataque al corazón. La suerte, algunas veces justa y otra injusta, no quiso aplicarle la medicina reservada a las masas que sucumbieron en las dos guerras mundiales, por efecto de la metralla y el fuego, el hambre o la miseria. ¡Dios le tenga en su gloria!

Hasta entonces el crecimiento abrumador, del número de muertos en los conflictos armados, aumentaba escandalosamente y debió haber satisfecho a Marinetti. En la antigüedad, y en razón de la escasa población con que contaban las ciudades, las guerras tenían fin tras un enfrentamiento en el que una parva de cadáveres de centenares de combatientes hacía imposible continuarla. 

Más tarde engrosadas las ciudades, y las filas de los ejércitos con la caballería, las batallas serían más sangrientas, y sacrificarían miles de partidarios de ambos bandos peleando bajo estandartes que ensalzaban la única verdad, o el sagrado nombre de Dios y de sus mandamientos… o eso juraba por vivos y muertos la tropa creyéndolo con bendita y santa ingenuidad. 

Después, fortalecidas por la artillería y la mecanización, a las que se imputan el 60% de las bajas, decenas de miles de combatientes… o centenares de miles de hombres, bañaban con sangre los campos de batalla, con causa o sin ella. 

Finalmente y para que se cumplieran las expectativas del poeta italiano, en el siglo XX, dos gloriosas e higiénicas guerras mundiales, amontonarían descomunales cantidades de cadáveres. ¡Maldita gloria y apestosa higiene!: En una nueva dimensión del conflicto armado, el animal hombre sumaba  millones y millones de víctimas militares y civiles, que no dejaron un palmo cuadrado de tierra sin ensangrentar con generosidad. 


En la primera, 15 millones de muertos y 20 millones de heridos. 

En la segunda, y más trágica matanza de la historia, se produjeron entre militares y civiles, de 40 a 70 millones de muertos. Destrucción y aniquilación. Vida de hombres y mujeres, sangre de inocentes sin discriminación de credos. La muerte llamó a todas las puertas, la monstruosidad no respetó una sola casa. No había, en la Europa en guerra, ni una familia a la que faltara un miembro caído en los campos de batalla, o con los brazos o las piernas amputadas, los ojos condenados a no ver la luz nunca más, la conciencia perdida por un trauma fatal… No había un solo hogar en el que no hubiera entrado la desgracia más negra para humillarlo, ni en el que la utopía del pacifismo no hiciera justas incursiones clamando la necesidad de decretar la paz.

La guerra adquirió forma de maldición execrable y perdió el encanto romántico y poético, vehemente y novelesco, en la que se busca Fama, Fortuna y Honor, para convertirse en atormentador azote y única realidad que jamás debió de ser enaltecida y cantada. Contemplar las dolorosas atrocidades, sentir la muerte en su expresión más horrible, cambió la faz del continente europeo. Lo más amable que podía decirse de la guerra lo escribiría el filósofo Alain, y brigadier francés, asegurando que en el frente de batalla había vivido la esclavitud y el desprecio de los oficiales por los soldados, a los que trataban como bestias. O el drama que nos contara Curzio Malaparte Falconi, vivido en un Nápoles entregado a la infortunio más espantoso, donde las madres acudían a un mercado sexual en el que prestaban a sus retoños, a los soldados estadounidenses, al precio de  2 dólares el niño y 3 dólares la niña. El Pacifismo ganó adeptos, comenzó a ser algo más que el sueño utópico de Campanella, Tomás Moro, Victor Hugo, Proudhon o Kant, y a vencer sobre la trágica estupidez de que la paz es la hija de la decadencia. Llenó las calles y cundió entre nosotros porque es el único camino… ¡No hay otro! No hay otro camino que la paz, y quienes la asesinan, esgrimiendo argumentos falaces e intereses ocultos, son unos miserables, porque en la guerra la verdad es la primera víctima, afirma la sentencia popular.

¿O es que hay alguien que cree posible mantener la necesidad de la guerra, por Santa… o por Diabólica?