sábado, 13 de septiembre de 2014

¿HA SIDO USTED ALGUNA VEZ DIVINIZADO?

           Tal vez hoy tengamos sobreinformación sobre la fuerza que opera en la unión de la pareja humana, pero nuestros abuelos, por ejemplo, apenas disponían de la percepción personal o la sagacidad campesina e iletrada, amén de algún tipo de asesoría intelectual fortuita y de boca a oído. Para entonces Balzac reflexionaba sobre la necesidad de emplearse a fondo en conocer los riesgos del matrimonio, aconsejando a los hombres no casarse antes de estudiar anatomía femenina y, haber disecado por lo menos el cuerpo de una mujer. Semejante criterio en pleno siglo XIX y en torno a los riesgos del matrimonio, debía resultar escandaloso tanto como original, máxime cuando se cuidaba de no ocultar, a los varones, la conveniencia de mantenerse alertas, noche y día, porque un marido, decía Balzac, ha de tener el sueño tan ligero como el dogo al que nunca se sorprende, y:

            “Debe ser el último en dormirse y el primero en despertarse”.

           ¿Y para qué un sacrificio así? Se preguntará todavía algún ingenuo.
Sin duda para prevenir mayores males y recrearse en la exclusividad. Forjado por las experiencias ajenas que cunden alrededor, el hombre, desde la firma de su compromiso matrimonial, y si la mujer es guapa con más razón, se sabe sutilmente vigilado, o asediado por lobos con piel de cordero, y es consciente de los peligros en potencia representados en un par de cuernos.  
           
          Claro que nos dirán que todo aquello ha cambiado, y estamos en un mundo al que debemos medir con varas posmodernas. Sin embargo, en el amor se conjugan las mismas efusiones estremecidas, y no hay forma mejor de entender o interpretar el presente que conocer el pasado. Así mismo la religiosidad generalizada ayer, en la que pondremos el acento a continuación, hoy reducida, podría ser sustituida por ilusionantes pasiones que han ocupado su lugar. Una u otras, revelan el  cambio de formas, y no de la esencia, de las conductas de nuestros semejantes.
           
           Aseguraba el autor francés, y nuestra generación vivió de cerca, que muchas de las jóvenes casaderas dejaban de asistir a la misa dominical, abandonando breviario y rosario de cuentas con todos sus misterios, para sustituirlos por el amor humano. Es decir, las mujeres se alejaban de la Iglesia captadas por la atracción de un hombre destinado a ocupar un lugar de privilegio: el lugar de Dios. Y junto al hombre ahora divinizado, olvidada de dogmas y deberes, gozar de placeres celestiales y gloriosos.
           Ésta, parece una afirmación discutible, herética, desproporcionada o atrevida, pero me dirijo a gente culta que acepta las cosas como son, viene de un largo viaje, y sabe leer e interpretar los hechos. Los seres humanos calificamos al objeto de nuestro amor con arrebato sentimental o exaltación desmedida, y en cualquiera de las direcciones. Y sabemos que la inclinación del hombre enamorado, hacia la mujer, hará que la describa con sublimes e inigualables virtudes, calificándola con epítetos alusivos a su condición  angelical y divina, sin duda expresiones populares con raíces de profundidad filosófica porque se sobreentiende que: lo verdaderamente divino es lo humano, y las determinaciones humanas son las determinaciones que atribuimos a la divinidad. Pero no vamos a detenernos en ello, -aunque bastaría con recordar algún encendido poema- para evitar la dispersión, y porque debemos  reflexionar brevemente sobre un caso contrario. 


        La reclusión monástica de una minoría de religiosas, renunciando a la vida laica y haciendo votos de castidad, obediencia y pobreza, no sería más que la inversión de las preferencias. La renuncia al amor del hombre cambiado por el amor a Dios, o el rechazo instintivo de lo conocido con anhelos de satisfacer necesidades sentimentales o espirituales.
           
           Pero tanto para la primera joven como para la religiosa, el tiempo pasará jugando con su destino y cambiando las cosas caprichosamente. El equilibrio fisiológico y orgánico sufre alteraciones bruscas, o tenues, que se aprecian en la conducta de las personas y en sus emociones. Pequeños porcentajes de carbono en el acero modifican sus características cualitativas, y las variaciones naturales e insignificantes en el organismo humano, producen mutaciones en su conducta. La fidelidad o el amor sostenido en el tiempo, aunque pretenda sacralizarse, en realidad se debe a leyes que vamos conociendo y no a la bendición de un clérigo, un exorcismo o el rezo del rosario en pareja. Somos quimismo puro, animales que se equilibran y desigualan con leves alteraciones de sustancias naturales; somos mecanismos sin voluntad libre movidos o estimulados por los instintos. Y la vida nos ha enseñado que la vieja fórmula del matrimonio que finaliza ordenando “Hasta que la muerte os separe”, caduca, enmohecida y apolillada, debiera ser sustituida por: “Hasta que la bioquímica  decida la ruptura… caprichosamente y sin saber por qué”.
         
           Rupturas sentimentales en proporciones abrumadoras lo prueban.
         
           Si el cambio en las proporciones de las sustancias que mueven nuestros sentimientos, se ocasiona en la religiosa, retornará afligida al mundanal ruido escapando del olor a incienso… o debiera tener fuerzas para hacerlo. Si por el contrario tiene lugar  en la entonces joven casada con un hombre al que glorificó, divinizando, ahora adornada de cinco, diez o veinte años más, algunos centímetros añadidos a la cintura, patas de gallo en los ojos y el devocionario religioso entre las manos, volverá a retomar viejos hábitos y escuchar misa en el templo de la plaza mayor. 

          
           El gesto del retorno a la Iglesia no determina, necesariamente, la toma de otro camino, pero es, sin duda alguna,  síntoma inequívoco de que el sujeto elegido, con el que se unió en matrimonio, ha dejado de ser para ella paradigma de las facultades humanas. O lo que es igual, aquel efebo de porte soberbio ya no es modélico y único; caído del pedestal es perfeccionable, se equivoca como cualquier mortal y no representa para su pareja la Unidad de Hombre. El mancebo adolescente al que la joven  concedió, gratuitamente, fuerzas que no tenía y porte que ni soñó poseer, ha dejado de ser… ¡Dios!
        
            Ahora frágil y quebradizo, el humano que antes ocupó un papel de dimensiones cósmicas, será degradado a Ángel de la Guarda.