domingo, 8 de junio de 2014

DE CÓMO ME CONVERTÍ EN UN MITO



         En mi memoria no se apagará nunca una vivencia como aquella… ¡Nunca! Residía en Kampala por razones de mi pertenencia a lo que entonces era el balbuceo primario de una ONG, al que prestaba mis servicios de forma altruista, cuando a la propuesta de mi compañero Onofre Ladrón de Guevara, aventurero amante de la ciencia, me uní al proyecto entusiasta de visitar una reserva natural en la vecina Ruanda: el Parque Nacional Nyungwe Forest, lugar privilegiado de especial significación para los amantes de la naturaleza y los animales, al que llegaríamos en viaje organizado pagando los costes en cómodos y ventajosos plazos.



 Atravesábamos los mediados años sesenta, era una actitud revolucionaria creer en la evolución de las especies y temerario aceptar la evolución humana; los libros sobre la materia eran codiciadas pepitas de oro, y las escuelas donde se toleraban tales ideas, raras y mal vistas. Arrastrados del viento contestatario vanguardista, y económicamente pobres, culturalmente éramos apasionados e inquietos darvinistas de trinchera, que a despecho de las autoridades hubiéramos arriesgado cualquier cosa por hacer aquella incursión a la zona más peligrosa de la selva, con el secreto interés de descubrir al eslabón perdido en su hábitat natural. 

            Ya en el interior del parque,  oída  una vez más la visión pesimista del guía de raza negra, aseverando la imposibilidad de supervivencia humana en la selva virgen, y decididos a traspasar la línea roja, nos bajamos del vehículo. Nos  despedimos del grupo de expedicionarios del safari, con un escueto “hasta luego” o del centenar de negritos desnutridos y semidesnudos que nos asediaban, prometiendo que traeríamos una pieza de caza y lo celebraríamos con un festín, y nos pusimos en marcha. 

Abandonados los compañeros, afrontábamos el reto nada aconsejable a urbanitas neófitos de un medio salvaje, y en consecuencia nos esperaba una dura jornada. Introducidos en el sotobosque, solos y durante más de dos horas, sin más recursos que una cantimplora de aluminio llena de agua, que extraviamos en los primeros minutos, y pertrechados de afilados machetes abriéndonos paso entre la densa e impenetrable maleza, caminamos sin aliento con enormes dificultades en la dirección que el guía nos asegurara la existencia de numerosas familias de primates, rodeadas de dispersas y peligrosas bestias propias del lugar. El sol enviaba sus rayos verticalmente sobre el follaje, produciendo una canícula insoportable. Los animales en sus guaridas sesteaban y, exclusivamente, en la ocasión en que una serpiente nos hiciera frente haciéndonos perder minutos preciosos, la tentación de arrepentirnos ablandó nuestra voluntad, haciéndonos dudar de la conveniencia de persistir en el avance. 

Recuperados del sobresalto, atravesamos una zona boscosa cuyos árboles cubiertos de epifitas llenaban nuestros ojos, y de aromas sutiles e indescriptibles nuestro olfato: helechos, líquenes, orquídeas, bromelias, musgos… un estallido de belleza, fragancias y sensaciones coloristas edénicas, imposible de traer hasta aquí: una flora de arrebatadora sensualidad que por sí misma hubiera justificado el atrevimiento de la empresa. Le sucedió un espacio de jungla de exuberante espesura silvestre, y lobelias inmensas, temperatura templada y agradable humedad, donde la luz no llegaba al suelo cubierto de vegetación, que  nos obligaba a desbrozar el camino hasta agotar nuestras fuerzas y reducir sensiblemente el filo de nuestras armas blancas. 

Llegamos por último al término inhóspito para el hombre, hallado al seguir el río hasta el comienzo de un meandro, que ocultaba a decenas de simios en las enredadas copas de un esplendor arbóreo inigualable. Muy cerca de nosotros pasaron dos gorilas de sexo masculino, a juzgar por la mirada de completo desprecio que nos dedicaron, ante los que adueñándose de nosotros un sentimiento de espontáneo acato, inclinamos la cabeza humildemente por imperativo categórico. Apenas levantados los ojos y desaparecidos los póngidos, una hembra de chimpancé  interrumpía el camino escalando el primer tronco con habilidades circenses, perseguida por un individuo de sexo contrario, babeante, prodigando agudos alaridos y embestido de una hemorragia incontenible de espermatozoides, que le inyectaba los ojos y nublaba el juicio. 



            Avanzamos unos pasos más.

           A media altura acomodados sobre ramas amplias de un árbol, llamó nuestra atención una pareja de simios en paciente actitud, que parecía descansar. No sabría decirle al lector, si fuimos nosotros los que descubrimos a los simios, los simios los que nos descubrieron a nosotros, o el hallazgo fue mutuo y simultáneo. Lo cierto es que desinhibidas las bestias, se miraron entre sí y comenzaron a hablar de los hombres, en términos que mi memoria ha retenido y no olvidará jamás. ¡Jamás!

            –¡Ahí los tienes… dos animales humanos! –comenzó el mayor de ellos lanzando un escupitajo hacia abajo, que esquivamos en la última fracción de segundo.

            –Dicen que en el lecho del río hay metales preciosos, apostaría a que están aquí con el propósito de buscarlos –replicó el más joven de los primates.

            –A mí, sin embargo, me parece que estos son de los que traen otras intenciones.

–¿Buenas o malas?

–De un tiempo acá somos objeto de la atención humana insolente; los hombres aseguran ser parientes nuestros, nada menos que descendientes –respondió el primate de la voz cantante, reubicándose en la rama y preparándose para defecar sobre nuestras cabezas, después de dirigirnos el salivazo que en esta ocasión impactó sobre mi rostro.

Vistas las perversas intenciones del mono, Onofre y yo nos emboscados detrás de un tronco enorme al que rodeaba una densa frondosidad de anchas hojas, y emitiendo una gruesa maldición me limpié la saliva de la cara con la manga,  aligerando hasta la respiración para evitar ser detectados de nuevo. Inmóviles y expectantes afinamos el oído, y asistimos deslumbrados a la conversación mantenida entre los chimpancés, que probablemente nos dieron por evadidos, y hablaron con despreocupación ante nuestro asombro, en un extraño lenguaje que comprendíamos sin dificultades, y traduciré  a continuación, a riesgo de que el lector tome la historia de una experiencia única apasionante, por un guión fantástico y surrealista.  

           –Escucha… ¿de verdad los hombres descienden de nosotros, somos los monos su origen? –le preguntaba un simio al otro simio mientras pelaba un plátano procediendo a devorarlo sin ninguna delicadeza.

En realidad presumen que descendemos de un ancestro común. Ellos son los desarrollados y nosotros los primarios. Es una idea exótica y extravagante, un rumor que amenaza convertirse en opinión dominante entre los hombres. 


 –¿Y cómo combatirlo? –quiso saber el joven.

–De ningún modo. Todo lo que halague o adule a una especie tan vanidosa como la humana, reúne condiciones para imponerse como doctrina.

–Te veo bien informado…

–Pasé años dramáticos encarcelado en la jaula de un zoológico de Berlín, donde los humanos me trataron como a un animal, y les escuché afirmar esas y otras herejías.      

–¡Qué barbaridad! ¿Y a nosotros nos interesa que vayan por ahí proclamándolas?

–Francamente no, –respondió el otro mono después de soltar una espontánea carcajada histérica– lo que los hombres afirman es que los seres vivos evolucionan, es decir, queman etapas en tanto ascienden verticalmente  perfeccionándose, lo cual nos deja malparados y bajo su nivel… ¡es inaceptable!

–Te comprendo. De admitirlo, adoptaríamos la prioridad de superar nuestra condición actual. Acomplejados arborícolas, no viviríamos felices pensando en bajar a la tierra y andar sobre dos patas.

–¿Quieres decir en ser como ellos?... ¡desgraciada superación!

–Razón no te falta. El orgullo de los hombres no proviene de lo que son, sino de lo que fueron. Concedan una importancia desmesurada a su cuna, adornándola de títulos, glorías, apellidos, escudos, blasones y música celestial. Pero como la mayoría carece de historia, y está más preocupada por el pasado que por el futuro, pretende compensar su insignificancia apoyándose en supuestos y nobles orígenes: ¡las raíces simiescas que justificarían la superioridad humana!

–Pues no se explica como han degenerando y perdido agilidad, rabo, viveza, y naturalidad, además  de las  mejores virtudes de un ser tan inteligente como nosotros.

–Han perdido todo lo bueno, pero conservan intacta la vanagloria y la ambición. Me recuerdan a las torpes y mostrencas tortugas que sueñan con ser airosas águilas. ¿Les resultará rentable afirmar que tienen nuestro mismo origen?

–Esa es mi pregunta, tú eres el que conoces bien este asunto –aseveró el joven.

–Nunca se sabe, la jugada es perfecta. Sosteniendo el parentesco se permiten fantasear con estar en dos lugares a la vez: en nuestra piel y en la suya. Asumen una vida sofisticada y amoral, como la humana, con la tranquilidad de saberse seres superiores, es decir: conciencias incorruptibles de naturaleza simia... integridad razonable que ni sabe de donde viene, ni hace preguntas que no puede responder.

–Especulan, por lo que estoy oyendo.

–Mucho. Los hombres especulan mucho y se creen transcendentes… ¡el colmo!



Lo que a todas luces comenzaba siendo una incursión metafísica, nos atraía de manera especial; Onofre y yo hubiéramos ofrecido un dedo de la mano derecha por continuar escuchando aquella conversación, pero no debíamos mantener una situación temeraria jugándonos el pellejo. Los animales de la selva parecían haber despertado de la siesta y merodeaban, en el entorno cada vez más cercano, felinos de frondosas cabelleras y cara de hambre, o tal sagacidad  en la mirada que nos parecía humana. De tal  manera que, aconsejados por la prudencia decidimos no perder un segundo más, iniciando la retirada del lugar que comenzaba a ser un cerco de mamíferos carniceros y rugientes, moviéndose  inquietantemente excitados.

Arrastrados y reptando, cuchillo en mano, nerviosos, y armados del valor que en el ejército se supone a los soldados, nos despojamos de las chaquetillas de camuflaje que nos hacían sudar abundantemente, liberándonos de buena parte de la causa que atraía a las fieras seducidas por el olfato. Nuestro torso desnudo ahora se confundía con la naturaleza, y provocaba que numerosos animales nos vieran como a iguales, y nos respetaran. Apercibidos de ello, un poco más adelante  nos desprendimos de pantalones y calzoncillos, y proseguimos en la búsqueda del camino abierto a machetazos en la ida, rehuyendo a cuantas bestias veíamos cercanas, y evitando exteriorizar con carreras a la desesperada, el miedo cerval que vertiginosamente iba adueñándose de nuestro interior. 

Nos habíamos liberado de los leones, mas nuestro cuerpo despojado de ropa parecía atraer irresistiblemente a los insectos. ¡No hay acción imaginable sin contradicciones! A la defensiva, movíamos los brazos como aspas de molinos de viento, intentando evitar cuantas picaduras de parásitos era posible, con éxito escaso. Y si en repetidas ocasiones creímos oportuno acercarnos a la orilla del río  para aliviar la sed, o los terribles escozores proporcionados por las picaduras, a pesar del sigilo premeditado de nuestros pasos, las enormes y amenazantes cabezas de los cocodrilos levantadas sobre la superficie del agua, evidenciaban lo quimérico de la tentativa. Una situación adversa creciente, y resuelta parcialmente al servirnos de los machetes y las armas del ingenio que presta la necesidad,  para arrancar la piel a un tigre al que hallamos muerto, usándola como protección de hombros y parte de la retaguardia, tras disputarnos el cadáver en una lucha sin cuartel con multitud de carroñeros: zorros, buitres, marabús de hasta tres metros de envergadura… u otros animales a los que no sabría poner nombre.

Cada segundo y cada metro avanzado entre la vegetación. Cada mosquito ahuyentado o liquidado. Cada serpiente de las que sembraban el camino burlada o descabezada de un tajo por nuestros cuchillos. Cada tarántula,  rata gigante u hormiga del tamaño de una mano, rechazadas a puntapiés, amortiguaba nuestro desaliento y representaba la conquista de un tiempo robado al destino, o la esperanza de que ganando la batalla, en unas horas nos encontraríamos con los expedicionarios, que nos habían acompañado por la mañana en la visita al Parque Nacional Nyungwe Forest. El desesperado instinto de conservación, le gritaba a nuestra conciencia animalista y sensible que, las despiadadas leyes de la  naturaleza ofrecen sólo dos alternativas: 

¡Morir o matar!… la neutralidad, o el respeto incondicional a la vida, es un suicidio. 

Pendientes de lo que pudiera sucedernos un segundo después, momentáneamente arrepentidos de haber entrado en la selva virgen, desesperados, sufrimos los momentos más espantosos de nuestra existencia, y llegamos a experimentar la ridícula sensación de creer escuchar a los papagayos burlarse de nosotros. Una razón, entre otras, para tomar la decisión de desviarnos hacia las aguas pantanosas, evitadas en la ida, que bordeamos peligrosamente ralentizando la marcha, y en cierto modo vía de riesgos atenuados por la escasez de animales salvajes que las poblaban, a cambio de soportar los nauseabundos, apestosos e insoportables olores, que a través de la cavidad nasal pasaban por boca y garganta corrompiendo los pulmones.

Siete horas después de entrar, e increíblemente, salíamos vivos y abortados de la maldita selva.  Habíamos perdido la piel del tigre dejándola abandonada para desviar la atención de un jaguar que nos vigilaba, y al anochecer, completamente desnudos y cubiertos de sangre, sujetando con la mano derecha el cuchillo, y con la izquierda las partes blandas de cintura para abajo, agotados hasta la extenuación y confundidos con extraños espíritus fantasmales, llegábamos al poblado. 

La orientación en un lugar donde reina la miseria, es sencilla, y tomamos la dirección del albergue donde nos alojábamos los expedicionarios, secundados por la densa nube de polvo levantada por los pies de una nutrida chiquillería de raza negra, para la que representábamos una novedad festiva, un circo sin elefantes y sin carpa. A las puertas del albergue y causando el estupor del guía del safari, que no nos esperaba vivos, recibimos su sincera felicitación concluida con un lacónico comentario:

–Traéis una buena escolta… pero muerta de hambre. 


En efecto nos cercaba la algarabía producida por los chiquillos de la etnia hutu, que seguía nuestros pasos más necesitada de comer que los leones. Cantaban en suajili, vitoreándonos como a verdaderos héroes, y compadeciéndose de la desnudez de dos blancos que habían entrado en la selva virgen, y contra todo pronóstico regresaban en el estado lamentable de los perdedores de una guerra. Se trataba del mismo séquito al que prometiéramos traer del interior de la selva, sin concretar, una pieza de caza, y a cuya vista nos atrapó el menoscabo de la propia estima conscientes de faltar a la promesa. En aquellos momentos, y cuando la aclamación a nuestras personas alcanzaba el arrebato, abrumado de un sentimiento moral, crucé con mi amigo Onofre Ladrón de Guevara una mirada plena de insatisfacción solidaria, y bastó para que éste, enarbolando lo que en su conciencia quedaba de orgullo, respondiera al guía negro inmediatamente, celebrando nuestra derrota, o haciendo del fracaso un éxito:

–¡Las promesas se cumplen, que preparen comida para todos, pagamos nosotros!

El responsable de la intendencia puesto en marcha de forma inmediata, procedió a ordenar el sacrificio de una vaca para satisfacer a la tropa que nos seguía, al tiempo que las despensas de la residencia se vaciaban de todo producto nutritivo y bebidas alcohólicas.  Anunciada la noticia de los fastos a través de sonoros tambores hasta el último rincón del poblado, una marea humana y famélica, un flujo en ascenso de mujeres y hombres hambrientos comenzó a tomar posiciones en el albergue y su entorno. La alegría desbordaba toda previsión, y a la luz improvisada de luminarias y hachones encendidos que se multiplicaron, se iniciaba una fiesta multitudinaria, nocturna y a lo grande, cuya plenitud, contra nuestros deseos, no pudimos gozar. Fue así porque al tiempo que el hechicero del poblado aplicaba procedimientos sobrenaturales o ungüentos mágicos en nuestras heridas, Ladrón de Guevara y yo intercambiamos algunas palabras sobre el compromiso de pagar aquella orgía, comenzando a tomar conciencia de nuestra insensata precipitación. La confianza ciega de Ladrón de Guevara en mí o mi confianza total en él, carecían de fundamento, y confesada mutuamente la falta de recursos económicos para hacerla frente, todavía a tiempo, consideramos la conveniencia de huir del lugar prometiéndonos volver algún día a saldar la deuda. 

¡Dicho y hecho!

Tomamos un todoterreno, en el momento más oportuno para nuestros intereses, y ocultos en la espesura nocturna escapamos de nuevo en dirección de la selva virgen, que atravesamos en una larguísima jornada a paso ligero, aprovechando la tranquilidad relativa de unas horas en las que los animales salvajes dormían… o deberían dormir. 

Entrar en pormenores del retorno sería redundante, casi superfluo. Salimos vivos tras de realizar la hazaña irrepetible, y ahorro al lector los detalles de la travesía que se nos hizo eterna, y a mí mismo el ejercicio angustioso de recordar una noche penosa de desventuras y reveses, épicos y duros sufrimientos en medio de una espantosa oscuridad, y penitencia o expiación suficiente que no deseo ni a mis más enconados enemigos. Dejamos la selva virgen aún con la capacidad de respirar por los cinco sentidos, pero lesionados: mi amigo Ladrón de Guevara perdió el pabellón auricular derecho, y yo tres dedos de la mano izquierda arrancados por la sola dentellada de un jabalí. 

Muchos años después, irreconocibles, con treinta kilos más y mucho pelo menos por cabeza, tras de habernos hecho la promesa de pagar la deuda ahorrando céntimo a céntimo el montante, que tuvimos a bien estimar suficiente para cubrir incluso los debidos y lícitos intereses, volvimos al Parque Nacional Nyungwe Forest en Ruanda. Para nosotros fue sorprendente encontrar un mundo irreconocible, en el que las motosierras habían deforestado a placer buena parte de la selva. Donde antes hubo aventureros amantes de la naturaleza salvaje, ahora había curiosos turistas aburguesados. Lo que fueran primitivas cabañas para atrevidos de escaso caudal, en las que un día nos alojamos, habían desaparecido, y ocupaba su lugar un soberbio y moderno emporio hotelero. Establecimientos de lujo y bungalow que ofrecían servicios de calidad, o espectaculares centros de recreo con pistas de tenis y casinos, rivalizaban por atraer a gentes del mundo entero. Compartían los espacios severos estudiosos y científicos de disciplinas dispares, especialmente antropólogos y naturalistas de nacionalidades distintas, que estudiaban mapas al detalle y portaban cámaras fotográficas y filmadoras dotadas de prestaciones sofisticadas, en pos del conocimiento de la conducta humana a través de la observación de la conducta de los primates. 

Y algo más sombroso e increíble, amigo lector. Los turistas o viajeros americanos, japoneses, chinos, australianos, europeos…. buscaban a dos hombres blancos que, según la nueva tradición hutu, introducidos cuarenta años atrás en la selva virgen, e inexplicablemente adaptados a la  vida arbórea, se habían emparejado con dos chimpancés y tenido descendencia con ellas. Ladrón de Guevara y yo, asombrados, nos mirábamos atónitos porque… ¡hablaban de nosotros! Para los aborígenes, ahora, éramos leyendarios, míticos hombres-mono de origen español que saltábamos de rama en rama: postales, calendarios, pelotas, revistas y libros, camisetas, ceniceros, bolígrafos y mil objetos más, estampados con nuestra imagen juvenil desnuda y ensangrentada, se vendían como reclamo y souvenir en todas las esquinas.