lunes, 1 de diciembre de 2014

LA CARTA DE DIOS A PEDRO A. HERAS CABALLERO


        Hoy, como en los años de mi adolescencia, me confunde un complejo misterio en la personalidad de Pedro Antonio Heras Caballero: la duplicidad de funciones en su  personalidad, y en consecuencia dos alternativas aparentes entre las que se debatió nuestro amigo, al que profeso un afecto y admiración sincera, y al que  escuchamos el día 27 de este lluvioso y templado noviembre de 2014, en el ATENEO DE MADRID.

          Hay un Pedro Antonio epicúreo, escéptico, pragmático  y satírico, que hace honor a su segundo apellido adoptando caballerescos y tolerantes gestos y actitudes. Un tipo a veces desdeñoso y de sentimientos románticos, ligero y atrevido, compasivo, quebradizo, optimista y de sano sentido del humor. El humanista irónico y largo, próximo al arquetipo más mundano de nuestro tiempo, desencantado de la moralina y las apariencias, invulnerable a la crítica, desentendido de las preocupaciones metafísicas a las que no atiende porque inducen a la conciencia de pecado, y remiso a aceptar lo que algunos tienen por venerable.

       Pero hay también un Pedro Antonio Heras Caballero superpuesto: místico y proselitista, disciplinado y tenaz, lírico, sensible y temeroso de no se qué y de  no sé quién. Un Pedro Antonio Heras respetuoso de las actitudes, las tradiciones y los principios morales de los antepasados que, tomados por heroicos y virtuosos, nos dejaron un rastro al que nos piden seguir. Un Pedro Antonio que pone de relieve el esplendor de lo viejo, y  hace gala de  libresca erudición o pensamiento extenso y profundo. Un Pedro nostálgico e inseguro, melancólico, aflictivo, y de escasa confianza en el futuro. Sí, hay en él un mesiánico, dogmático conservador, un liberal apóstol de la sobriedad y el sacrificio personal, y no ajeno al duro y necesario sacrificio colectivo.

       Y ambos perfiles de Pedro Antonio Heras Caballero se dieron cita en el ATENEO DE MADRID, pareciendo guardar una carta en el bolsillo, remitida directamente por Dios, en la que se le recordaba el respeto a la tradición, e invitaba a llevar a cabo una tarea de interés esencial en defensa del Obispado cordobés:


       “Un día y en tus lejanos 14 años de edad –le decía Dios no exento de ironía– te faculté para que conquistaras la medalla de oro en los campeonatos nacionales de Atletismo, en Lanzamiento de Disco, cuando en España  todavía se traducía Disco por: Microsurco. Hoy pongo ante tus ojos cuantos documentos necesitas para insinuar que conoces del Alfa hasta el Omega del litigio que, disputan bandas de humanos por la Mezquita de Córdoba. Sé astuto… y no entres en cuestiones de moral, ni en el derecho de los laicos a conservar lo que es de todos,   porque de la moral no se come, y los hombres sois seres espirituales en los que he puesto ambiciones y egoísmos personales, o intereses e instintos más poderosos que la razón, que se disputan los bienes materiales”.              Y astuto, lo fue. Tras adelantar, a la gallega, el propósito de exponer sin pasión y con asepsia las razones de la Iglesia para afirmarse en la propiedad del monumento, hizo caer sobre el lleno total del auditorio, una catarata de sólidos argumentos entre los que no cabía la duda. La concurrencia, que todavía no había tenido la oportunidad de revelar sus simpatías ni tendencias ideológicas, preocupaba al conferenciante cuyo tono conciliador, desembarazado de altivas maneras revelaba en la  mirada un tanto inquieta, esquiva o reservada, una incuestionable preocupación.


        Y sin duda, estuvo brillante, locuaz, profuso en testimonios, batallador y atento a la reacción de los presentes, en tanto movía papeles incasablemente que probaban la objetividad histórica y legal de sus afirmaciones, con  nerviosismo y ansiedad evidente. Al paso del tiempo, serenándose, reducía la tensión emocional dando fin a la alocución premiada por el auditorio con una encendida ovación, que el cronista que suscribe estas líneas también le tributó, reconociendo un trabajo concienzudo y meritorio, aunque de conclusiones que chocan con mi sensibilidad.



       Y comenzó el debate. Entonces la desconfianza de Pedro Antonio se disolvió tras comprobar que la oposición a su tesis, o no estaba presente, o no se manifestaba.  Su actitud en respuesta al reconocimiento ganó en franqueza, y su mirada antes reservada, ahora se dirigía directamente a los oyentes buscando la complicidad en defensa de sus juicios. La conferencia de Pedro Antonio Heras Caballero resultaba, en conclusión, un distendido paseo por los Jardines del Retiro, porque nunca se han cortado orejas con mayor facilidad. Y tal vez lo más destacado de las aportaciones del respetable, fuera la repetida propuesta de convertir la Mezquita de  Córdoba en un recinto museístico al estilo de Santa Sofía de Estambul, y la menos afortunada la de desmontar el crucero de la catedral para devolver al  monumento su extraordinario e inigualable esplendor original.

        Lo demás fueron merecidas felicitaciones a su exposición.

        Nadie habló de los análisis  tumorales llevados a cabo tras la biopsia, que  prueban la existencia de una metástasis de codicia y  corrupción que, ha invadido todos los poros de los poderes públicos y los poderes fácticos en España. No se puso en cuestión la tormenta de ambiciones que ha producido nuestro acercamiento a Europa y la entrada en el Euro, desatando el deseo de apropiación no sólo de la piel, el corazón, el esqueleto o los cuernos y el rabo del toro, sino de todo un Patrimonio Monumental y Cultural, cuya propiedad verdadera no puede decidir ningún rey ni tribunal, porque pertenece a todos sus ciudadanos.

1 comentario:

  1. Sí, claro, aquí todo el mundo se lo quiere llevar crudo, y sin trabajarlo.

    ResponderEliminar