martes, 18 de noviembre de 2014

¿A QUIÉN PERTENECE LA MEZQUITA DE CÓRDOBA?

         La Mezquita de Córdoba está construida sobre lo que fue el templo pagano del Dios Jano, una divinidad romana de los principios y de los finales, con dos caras que miran en sentido opuesto: a Oriente y Occidente. Más tarde el templo se consagró al culto Arriano bajo la advocación de  San Vicente, y siglos después  en cuatro etapas que van desde el año 780 al 987, los musulmanes ejecutaron la obra magna que hoy asombra a todos. A su finalización, la Mezquita de Córdoba ocupaba el tercer lugar del mundo por sus dimensiones, después de las dos de Samarra (Irak). Finalmente el Rey Fernando III, tras de la conquista de la ciudad puso el edificio islámico en manos de la Iglesia Católica, y en el tercio delantero del siglo XIII lo inauguraba como catedral. 

  
       Ahora vengamos a nuestra época. 

        En el año 1984, y descrita como mezquita por la Unesco, fue declarada Patrimonio de la Humanidad, y 22 años después la modificación de la ley hipotecaria, llevada a cabo por el gobierno presidido por el señor Aznar, permitía a la Iglesia Católica inscribirla a su nombre en el Registro de la Propiedad número 4 de Córdoba: Día 2 de Marzo de 2006, tomo 2381, libro 155, folio 198. La gestión para apropiarse una de las maravillas del  mundo, costó 30 euros, una bagatela, el precio de unos pantalones vaqueros en las rebajas de El Corte Inglés. A todas luces el procedimiento vendría a probar que “lo que es de todos es de la Iglesia”, pero alarma el solo hecho de pensarlo.


         No es de ninguna originalidad, pero sí inevitable, recurrir a  la historia de Santa Sofía, la obra más grande y sagrada de la época Bizantina y símbolo de la ciudad mítica de Estambul, por la semejanza que guarda con la historia de la Mezquita de Córdoba. Santa Sofía, fundada como iglesia por el emperador Constantino, en el año 360, fue destruida por un incendio en el 404. Pasó por sucesivas reconstrucciones y, Bizantina o Católica, fue la catedral más grande del mundo hasta 1453, en que los turcos otomanos conquistaron la ciudad y la  convirtieron en mezquita.  Pero en 1935, secularizada y en manos del estado turco, pasó a convertirse en el Museo de Santa Sofía, que visitan millones de turistas cada año, sensibles al arte, la cultura y la historia.


        Sabido esto, retornemos a la Mezquita de Córdoba. 

        Pueden esgrimirse en defensa de la propiedad eclesiástica, argumentos tan legales como aquellos que  permiten, a los ingleses, el dominio sobre el Peñón de Gibraltar del que saldrán más tarde o más temprano, pero de moralidad cuanto menos controvertida. 


         Ni soy jurista, ni entraré en la disputa que se ventilará ante los tribunales. Aquí no discutimos la ley, aquí discutimos el derecho de los pueblos a ser dueños de su historia. En tal sentido se apela a la conciencia desprendida de una esfera religiosa al oído del clamor por la titularidad pública para un monumento que, trasciende los límites de una sola doctrina. ¿Qué otra actitud esperar  de quienes tienen a la pobreza por virtud, y la obediencia por vocación? Para el místico e ilustre sacerdote dominico alemán de la Edad Media, maestro Eckhart, los verdaderos vínculos con Dios se establecen desde los valores y no desde las propiedades materiales. Enseñaba el dominico que no debe confundirse:


         Tener con Ser. Ser con Tener.
         Ahora bien, el afán posesivo hace perder los sentidos o el oremus, y el deleite de Tener y gritar: ¡esto es mío! enloquece. Saben los obispos, porque así lo enseñan, que la pobreza es la acreditación por excelencia ante la más alta  instancia moral, pero también que predicar no es dar trigo, porque en  pobres o ricos, las emociones y los  instintos prevalecen sobre la razón. 


         A nosotros, los eclesiásticos en la adolescencia nos exigían voluntad y firmeza para dominar las pasiones, que ciegan el alma y la atormentan. El discurso era muy claro para que lo ignoremos, aplíquense ahora los obispos dedicados a la gestión del patrimonio material de este mundo, la misma receta espiritual, y no dejen dormir en la conciencia problemas no resueltos, que acaban por hacer de su arenga un montón de palabras… Aplíquenselo relajando el ímpetu de tirarse a rebato sobre las obras monumentales, diseminadas por toda España, que fueron siempre propiedad de todos y no tuvieron dueño ni nadie reclamó. ¿O todo fin espiritual, y trascendente, ha de soportarse irremediablemente sobre bienes materiales perecederos?


         ¿Y si  buscáramos en otros ámbitos el modelo a seguir para enderezar el entuerto? 


         Hay bienes históricos en España cuya propiedad sería susceptible de disputa y, en virtud del imperio del sentido común, no lo son: El Palacio Real de Madrid, los palacios de Aranjuez, Riofrío, La Granja, El Escorial… pertenecen al Patrimonio Nacional y están entre los más bellos y cuidados de Europa. ¿Acaso los reyes, cuyo origen divino indiscutible afirmaba la Iglesia, no disputarían las propiedades históricas con más derecho que el obispo de Córdoba pugna por la Mezquita? ¿No vendría bien a la Casa Real Española litigar por la posesión y usufructo de los cuadros del Museo del Prado, las innumerables obras de arte diseminadas a lo largo del país, las Cañadas Reales, los libros de la Biblioteca Nacional, La Puerta de Alcalá, los Jardines de Aranjuez y hasta el río Tajo que los atraviesa? ¿Quién negaría al monarca y antiguo dueño absoluto de vidas y haciendas, el privilegio de gozar de la ganga, la breva, la canonjía y el beneficio de los Palacios Reales puestos en producción especulativa? 


        Pues bien, amigo lector, la monarquía no reivindica ninguna propiedad.
       ¡Chapeau!
       ¡Imitémosla!
 


        Ni nación alguna, ni clan, ni casta, ni linaje por antiquísimo que se estime, reclama la propiedad del Mar Mediterráneo en el que navegan y navegarán todos los pueblos, porque no es de nadie y es de todos. Y ningún colectivo debiera ambicionar la apropiación de una obra colosal para la que, estando en Córdoba, se han requerido multitudes de hombres, ingente trabajo, y la inteligencia y el gusto artístico aportado por paganos, cristianos, judíos, musulmanes, y hasta gitanos, en decenas de siglos de historia. La Mezquita es un espíritu petrificado y milenario, que recoge todos los esfuerzos, y los espíritus no se inscriben en ningún registro mercantil. Somos un pueblo adulto, y pese a los obstáculos interpuestos en el camino, seguirá diciéndose mil veces más que: la Mezquita, como el mar, el aire, las estrellas, el fuego, o los cocodrilos del Nilo, no pertenece  a ninguna institución vieja, ni nueva, ni ancestral, ni posmoderna; alegatos populares la quieren patrimonio de los cordobeses y andaluces… patrimonio de los españoles, y de los ciudadanos del mundo entero, de los  fontaneros, ermitaños, o generales artilleros, laicos, indiferentes y neutrales, místicos  y religiosos. 

            No diré más por hoy; quiero terminar recordando que cuando mis hijos eran pequeños y pasaba con ellos por algún atractivo paraje natural, alguna obra de arquitectura singular eclesiástica o civil, castillo o plaza fortificada, les decía en tono lo más persuasivo posible: 


            “Esto es lo mejor que puede dejaros mi generación, una herencia riquísima”. 


            Ahora que debo de hablar a mis nietos en el mismo tono, cuando pase por la Mezquita de Córdoba cambiaré el mensaje asegurándoles: 


             “Esto es un tesoro que hubierais heredado de no adelantarse la Iglesia”.