domingo, 8 de septiembre de 2013

CONFESIONES DE JACINTO CONDE BALARRASA

Hay hipócritas en todas partes… en la calle, en el trabajo, en la iglesia… y en el espejo.
Anónimo (naturalmente)

Un frenazo de emergencia, para evitar chocar contra el automóvil que circulaba delante, me dejó al borde de un grave accidente, y no pude evitar emitir un sonoro improperio contra el conductor, que seguramente no llegó a sus oídos.

–¡Valiente salvaje, deberías dormir en una cuadra!... ¡Bestia! –le grité.

Un poco más adelante y junto a una iglesia, detuve el coche a la orden del disco en rojo del semáforo. De las puertas del templo, abiertas por completo, salió una pareja de novios ataviada a la usanza clásica que exige el compromiso matrimonial eclesiástico, o civil,  eguida de un numeroso cortejo de amigos y familiares con cara de domingo, dando alocados vivas a la pareja. Separados del séquito nupcial, atravesaron el paso de peatones dos individuos que hablaban en voz alta, y a los que inspiraba la boda un juicio que he oído con frecuencia:

–A nuestros abuelos les bastaba con la palabra para sellar un acuerdo; por el contrario, hoy nadie se fía de nadie… hasta obligan a los novios a firmar papeles.

–Sí, por entonces los lobos no llevaban piel de cordero, un simple apretón de manos cerraba un acuerdo sin trampas… ¡era un mundo de hombres! –enfatizó el segundo.

En la acera, junto a la puerta de la Iglesia, un grupo de turistas japoneses miraba con curiosidad oriental a la comitiva. Disparaba frenéticamente sus cámaras fotográficas para perpetuar la escena, mientras escuchaba las explicaciones del guía nipón que, a su vez, las recibía de un guía español, que explicaba así el evento:
 
–Se trata de una boda celebrada por el rito católico. En la solemne ceremonia, la pareja se promete, Amor, Respeto y Fidelidad, todos los días de la vida, en la alegría y la tristeza, en la salud y la enfermedad… La promesa recibe el nombre, nada menos, que de SACRAMENTO DEL MATRIMONIO, es indisoluble, fue instituido por Jesucristo, es decir, por Dios, y sólo puede separarlo… la muerte.

–¿Entonces en España no existe el divolcio? –preguntó el guía japonés.

–Si existe el divorcio –respondió el español.

–Pelo supongo que éstos, casados por el lito católico no pueden divolcialse.

–Si pueden divorciarse, de hecho se divorcian el cincuenta por ciento de ellos.

–Pues no lo entiendo, –objetó el nipón– es poco selio que una celemonia de boato y suntuosidad sacla tan impoltante, en un templo consaglado a la glolia de Dios y donde hasta las conciencias laicas tiemblan, esconda las veldadelas intenciones de los contlayentes.

–Es la costumbre, aquí se cree una cosa y se hace la contraria, o se olvidan las promesas y los juramentos de un día para otro, dejando hijos, pareja y familiares políticos de compromiso, como si nada hubiera pasado. Y todavía más, si uno tiene la suerte y el dinero para conseguir la nulidad del sacramento, –lo que ya es una burla manifiesta– probablemente irá de cabeza a prometer de nuevo amor eterno, y ante el mismo sacerdote, con semejante final.

El diálogo entre guías turísticos, que yo escuchaba con agrado, prometía un exhaustivo análisis de nuestras tradiciones, folklore y costumbres. Pero desafortunadamente los japoneses fueron alejándose, no me dieron oportunidad de oír una palabra más. Por un momento, se apoderó de mí la necesidad de reflexionar sobre lo que hablaban no solamente ellos, pues también había despertado mi interés la conversación de los individuos, que cruzando el paso de peatones con anterioridad, afirmaron que nuestros abuelos sellaban los acuerdos sólo con palabras.

–¡Mucho cuidado con las promesas que se hacen de palabra! –me dije, y proseguí sin hacer ni una sola vez intención de mirar el semáforo– Bastaría que pensáramos en Judas y la traición a su maestro… ¿o los Judas no dan nunca su palabra? No es verdad que los hombres hayan respetado la palabra en el pasado, la historia está llena de traiciones grandes y pequeñas, desde Caín que mató a su hermano Abel, hasta Audax, Ditalcos y Minorus, que mataron a Viriato y recibieron como gratificación una negativa rotunda de Roma: “Roma traditoribus non premiat, Roma no paga traidores.

Las traiciones más habituales, sin embargo, son profilácticas, sin sangre y sin muertos –proseguí reflexionando–. En la antigüedad, como en la postmodernidad, tal vez respeten la palabra solamente los héroes de las novelas de buenos y malos, o algunos ciudadanos de bien, pero ni fue, ni es la palabra o el apretón de manos, un método fiable que asegure el cumplimiento de las promesas o la ley.

En consecuencia, hubo que poner en práctica un sistema gráfico tan importante como la escritura: la estampación de firma y rúbrica sobre un soporte de papel en barbecho. Es decir, el garabato impreso con tinta que recoge ritmo y pulso del autor, como prueba irrefutable y garantía para la parte contraria, identificándole casi con la seguridad del ADN.
Entonces se creyó que el grafismo terminaría con los juramentos falsos o las traiciones, e iba a generar la fidelidad de los hombres a sus principios, a sus amigos, a las instituciones, incluso a su palabra y su obligación. Pero todo quedó reducido a buenas intenciones, dando lugar a la traición probada y documentada hasta el último detalle, con fecha, lugar y firma del traidor, que daba a sus promesas la vuelta como a un calcetín… No falto a la verdad, si digo del traidor, que semeja al penitente que cumple con el rezo de tres padresnuestros para volver a pecar de nuevo, y envía si procede su perjurio por correo certificado.

Crean o no crean las mujeres y los hombres en la trascendencia de sus actos, puede afirmarse que ni la palabra, ni la firma o la huella dactilar, ni el pacto de sangre extraída de la herida abierta por una navaja barbera, ni la ofrenda hecha ante Dios, asegura el cumplimiento de sus promesas.

Detenido ante el semáforo, el suave ronquido del motor de mi coche mecía mis pensamientos, que habían comenzado poniendo en duda la fiabilidad de los hombres y sus palabras, e iban generalizándose sin que reparara en la apertura repetida del disco en verde ni en los coches que se acumulaban a mis espaldas:

–He sufrido muchos desengaños, –lamenté– aquí no hay nadie que sea fiel a principio alguno, y mucho menos a su responsabilidad civil. No debieran contar con nuestro consentimiento los novios, que ante el altar han prometido fidelidad, para acabar poniéndose los cuernos mutuamente. Ni la traición de Hitler a Stalin al romper el pacto de no agresión. Ni el cambio de chaqueta de Ortega y Gasset, Volney y el marqués de Sade, que terminaron confesando los pecados ante un sacerdote y al borde de la muerte, si es que quienes nos lo hicieron saber no traicionaron la promesa de escribir honestamente y sin faltar a la verdad… que es lo más probable. Ni siquiera debiera escapar a la crítica mi abuelo, que empezó en un bando de la guerra civil y acabó pasándose al contrario… para su desgracia. El mal ejemplo que la historia de los hombres deja al descubierto me ha hecho desconfiar de todo y de todos… la responsabilidad de la mayoría brilla por su ausencia, las leyes se promueven para vulnerarlas, y a las promesas se las lleva el viento.

Soy un escéptico en lo que respecta al compromiso de los demás con la verdad, o con la moral. Mi rectitud y las exigencias que tengo para conmigo mismo no las veo reflejadas en otros, porque cada cual es seguidor de una caprichosa ley a la carta. Se persigue tu dinero, se infringen las normas, se atenta contra la autoridad y huye de ella para ocultar los delitos, o se camina contracorriente y los intereses ajenos por la conveniencia del egoísmo insociable – concluí antes de respirar profundamente.

En el interior del coche y olvidado del mundo, nunca me había sentido más satisfecho.
Necesitaba confesarme conmigo mismo, hacer un examen de conciencia que no había intentado desde mucho tiempo atrás, y continué realizándolo ajeno completamente al semáforo que de cuando en cuando me permitía el paso:
 
–Todos, absolutamente todos, piden descuentos al precio de mis servicios y exageran el precio del suyo; todos exigen una libertad que no permiten a los demás; toleran sus propios errores y critican los que cometo yo, aunque difícilmente se me va a poder reprochar la escrupulosa actitud ética y estética con la sociedad y con los criterios que impone.
Por encima de los deseos primarios, e incluso por encima de las necesidades más imprescindibles, mi conducta es racionalmente acorde a las mayores exigencias, y en especial disciplinada y recta.

En suma, recibí una excelente educación religiosa, detesto el relativismo y el determinismo tanto como la evolución de las especies, y creo en las verdades absolutas. No hago daño a nadie ni soy rencoroso, puedo vivir con lo más elemental y no me aferro a ninguna propiedad. Me guían los principios morales y no la exigencia de derechos, aprecio la virtud y la primacía del Ser sobre el Tener, la convicción de la importancia de lo espiritual sobre lo material, o el triunfo del bien sobre el mal, y me someto a un régimen de vida de espartanas exigencias. Nunca fallo a los demás, sueño con dar cuanto se espera de mí, y me mueven y remueven, profundamente, las causas justas; lo he aprendido de los libros de moral, aunque si soy todo lo sincero que debe esperarse de un hombre honesto, los libros me han enseñado muy poco, se encargaron mis padres de inculcarme la necesidad espiritual de cumplir con mis obligaciones sin exigir nada a cambio. Mi mejor y más loable de las virtudes, y mi defecto más enconado, son el mismo: ser quien soy, un hombre con apellido ilustre y los recursos económicos justos para que no me falte de nada –afirmé para mis adentros.

Continuaba parado frente al semáforo, y no habían pasado más de cinco minutos, o tal vez diez… o quince, a juzgar por la secuencia y cantidad de mis reflexiones, cuando un coro insistente de claxons me sacaba del pertinaz ensimismamiento. Miré hacia atrás, una interminable y espectacular caravana de coches se perdía en la distancia, y los conductores más cercanos, a quienes los ojos se les salían de las cuencas, me increpaban con insultos de mal gusto sacando los brazos por las ventanillas en actitud nada amistosa.

–¡Están locos! ¿Adónde irán con tantas prisas? –pensé.

Quité el freno de mano precipitadamente y metí la primera velocidad, pero no logré zafarme de un conductor que se acercó hasta mi automóvil y, encarándose conmigo por la ventanilla que permanecía abierta, me increpó tuteándome y haciendo intención de  agarrarme por el cuello:

–¡Vamos desgraciao! Arranca o me cagaré en tu padre, te lo prometo ¿o es que piensas pasar en el semáforo el resto del invierno?

Apenas pronunciada su última palabra, no esperé a que la cumpliera. A la vista de que se acercaban, por el lado contrario, tres conductores más con cara de pocos amigos, levanté el pie del embrague y arranqué de inmediato con el disco en rojo, escapando de sus garras. Los peatones, aterrados, se pisaban unos a otros huyendo en cualquier dirección del paso de cebra, y los neumáticos chillaban lastimosamente. Giré mi cabeza hacía la derecha porque era el sentido obligatorio en que podía transitar, pero cincuenta metros más allá un guardia de la circulación levantó con notoria ostentación la cabeza, dio un fuerte pitido, e hizo un enérgico movimiento del brazo derecho para indicarme el lugar donde necesariamente debía estacionar.

¡La sanción estaba asegurada! Pero propiné a mi coche un temerario e inmediato volantazo para sacarlo del carril, giré a la izquierda bruscamente, y tomando la dirección prohibida elegí el mal menor, metiéndome por una avenida cuajada de automóviles y autobuses que me pitaban, increpándome con toda suerte de improperios, y lanzándome intermitentes ráfagas de luz para denunciar mi atrevimiento suicida.

–¡Mira por dónde vas, hijo de la gran puta! –me insultó el primero.

–¿Canalla dónde te han regalado el carné de conducir? –insinuó un segundo.

–¡Asesino indecente! –me calificó un tercero.
 
Allí se montó la de San Quintín, cundió el espanto. Yo tocaba insistentemente la bocina y conducía a la desesperada, conectaba las luces largas y mi coche se ponía de manos.
Invadí la acera izquierda en alguna ocasión y me llevé por delante el carro de frutas de un vendedor ambulante, arrojando al suelo a su propietario, pero pude verle por el retrovisor rodeado del espontáneo auxilio de los transeúntes, razón por la cual estimé oportuno ignorar el incidente… ¿Qué iba a hacer yo por él, si no soy sanitario?

Me había visto en el pasado burlando la persecución de algún guardia de tráfico y en plena carretera, pero nunca en una situación semejante en la que el valor y la habilidad, al cincuenta por ciento, jugaron el papel decisivo contra la actitud nada solidaria de los conductores a los que debía sortear por necesidad. ¡O yo, o ellos! Hay ocasiones en las que la supervivencia prima sobre la serenidad. Algunos lo llaman instinto, yo me cuento entre los que aplican el nombre de inteligencia natural e innata: el don imprescindible concedido por el Supremo de que se valen las especies animales, incluida la especie humana, y que se nos ha dado para defendernos de la selva a la que llamamos civilización.

La suerte jugó a mi favor permitiéndome salir de una comprometida circunstancia, y todo terminó bien… para mí, aunque provocara un lamentable choque entre dos vehículos que trataban de escapar al encontronazo frontal con el mío. Dejé a ambos conductores, a quienes a punto estuve de atropellar, peleando entre sí en el intento inútil de saber quien era el culpable, es decir enfrascados en la estúpida búsqueda de algo así como saber qué fue primero: el huevo o la gallina.

Aunque sembré el pánico a lo largo y ancho de una avenida de dos mil metros, providencialmente los sucesos no tendrán repercusión, porque obligado por la conveniencia de defender mis derechos ante el afán recaudatorio de Tráfico, ahora llevo matriculas falsas en mis coches. Pero hace solamente unos días que he recibido una multa, cuya fecha se remonta a dos meses antes de los hechos que he contado hasta aquí. La fotografía de coche y matrícula que acompaña a la denuncia, es impecable, creo que la velocidad de 180 kilómetros por hora en un punto limitado a 100, se acerca a la realidad, pero vamos a ver cómo puedo traspasar la multa, y la responsabilidad, a alguno de mis colaboradores. Es injusto que a un hombre con mis ocupaciones, mi título, y mi nivel o ascendencia familiar, le amenacen con la retirada del carné de conducir, y le traten como a un hombre vulgar. Tengo sobre la justicia convicciones bien cimentadas: para el delito del triunfador todas las bendiciones, y ninguna justificación para el que fracasa.
 
Ahora busco aunque sea a uno sólo de aquellos que me insultaron, cuando circulaba en dirección prohibida o esperaba ante el semáforo, y si doy con él… ¡va a enterarse del respeto que debe a un hombre de mi clase! Aunque cumplo con casi todos los mandamientos, algunos de ellos bien sabe Dios por qué no los cumplo, entre otros el de perdonar las ofensas… ¡A mí el que me la hace, me la paga!