domingo, 9 de junio de 2013

La muerte en tres cuentos célebres (2)

¿Quién podría soportar la vida si fuera real?
Ciorán


La historia que quiero recordar hoy, ha llegado hasta nosotros contada por Curzio Malaparte Falconi, seudónimo que oculta el verdadero nombre de Kart Erick Sucker, escritor italiano y diplomático, hijo de italiana y alemán, corresponsal de guerra y actor en las conflagraciones europeas, que nos sorprendería por la narración de historias horribles como la liberación de Nápoles por el ejército norteamericano. En medio de la destrucción, la miseria y la hambruna, las madres italianas ofrecían, a los soldados americanos, los niños al precio de dos dólares y las niñas al precio de tres.

Ahora es otra historia la que no va a ocupar, recogida del libro más famoso de los que escribió: Kaputt, obra de éxito extraordinario en su tiempo, sacrificada hoy por el presentismo acelerado que imponen los medios tecnológicos y de comunicación que nos arrastran, o por la corriente social y el compromiso que impulsa a olvidar el pasado, y aplicar un velo a nuestros ojos, temerosos de su reproducción en el futuro. Kaputt es una obra que nos acerca a la segunda guerra mundial, con la destreza que puede hacerlo un autor que vivió entre los actores la desoladora realidad, la tragedia de un continente decidido a hacerse el hara kiri. Kaputt, sin embargo, no desarrolla el índice de sus acontecimientos ni secuencia alguna que los ordene, y el mismo Malaparte, escribió en su prólogo que la guerra no figuraba como protagonista sino como espectadora.


De la historia que contaré a continuación confiando en mi memoria, espero transmitir íntegramente su espíritu, y que su desenlace sea fiel al original. En otro orden de cosas, no faltan críticos que han dicho de la narración, que no responde a un hecho real, sino que es propia de la imaginación del autor, animado a embellecer y sazonar convenientemente un drama más de la guerra ordenada, aburrida, monótona y sin incidentes novelables, aunque tristemente moteada de inevitables daños colaterales, que sumados a las muertes de los combatientes abrirían tumbas para 55 millones de seres humanos.


EL FRACOTIRADOR
De entre la totalidad de la obra, recuerdo cada día con mayor nitidez el capítulo en el que, una columna  militar alemana, en Ucrania a las orillas del Dniéper, y en una región plagada de guerrilleros, atraviesa un poblado. No se divisa un alma con vida en sus calles. Las casas desiertas de las haciendas colectivizadas ofrecen un aspecto miserable. Algunos resistentes aldeanos, ahorcados, cuelgan de los árboles balanceándose suavemente como espíritus fantasmales empujados por el viento, y en las cuadras se pudren despidiendo olores nauseabundos, centenares de caballos muertos de hambre, todavía sujetos del ramal junto a pesebres vacíos de alimento.

La unidad uniformada, a la que siguen miradas silenciosas celosamente ocultas, reconoce la huella dejada por el paso de otras unidades germanas, y busca lugares adecuados para desalojar los vehículos y montar el campamento.

Inesperadamente y desde distintos puntos de la aldea, algunos disparos de fusil ponen en alerta a la columna militar, que a la orden de la oficialidad articula una respuesta inmediata rodeando la población. Al número indeterminado de aventureros empujados por la impotencia y la rabia, escondidos, le responden las unidades alemanas de preparación militar y disciplina eficaz, emplazando las ametralladores que tabletean incansables excitadas por un con furor colérico, los obuses agujereando las paredes de las casas de barro, o el lanzamiento de granadas que arrecia creando un infierno irrespirable en el que arden árboles y campos, en una espectacular hoguera que arrasa la aldea.

Aparecen las primeras banderas blancas, el mando de las fuerzas alemanas ordena el alto el fuego, y acosados los agresores por la fantástica luminaria y sin posibilidad de réplica, rindiéndose, salen a la plaza desarmados y con las manos enlazadas en la nuca. Hombres viejos, jóvenes, mujeres, guerrilleros algunos y
otros lugareños, forman el nutrido grupo de perdedores a la espera de la orden del primer oficial, que llegado enseguida en el vehículo motorizado, ordena con un gesto autoritario que no admite vacilación:

–¡¡¡Fusiladlos a todos!!!
La muerte, semiescondida, contempla el panorama con una mueca complaciente y asiente. Minutos después el lugarteniente del oficial alemán grita, sucesivamente, fuego, y los cuerpos sin vida de los rebeldes van amontonándose en una plaza ardiente, que enrojece el cielo del atardecer cubierto de espantosos y negros nubarrones. El espectáculo del pueblo en ruinas y vencido, es desolador, y el primer oficial manda a la columna restablecida en su orden, la puesta en marcha. Pero cuando los vencedores dan los primeros pasos hacia adelante, un disparo rompe el silencio provocando la sorpresa entre sus filas. Unos segundos después una nueva detonación pone en alerta a la fuerza invasora, y un tercero y un cuarto estampido provocan su
dispersión y la toma de posiciones para el combate.

La experiencia dice al oficial teutón que hay un solo enemigo disparando con un arma única, y opta por intentar capturar vivo al francotirador. Aprestados los soldados a la tarea de hacerlo, en una maniobra envolvente efectiva, hacen caer en sus manos al autor: un joven muchacho que apenas sabe disparar un arma. Un niño. Y tal vez el único superviviente de la batalla librada hasta un momento antes. El primer oficial de la fuerza alemana ordena que lo lleven a su presencia, y se lo entrega al ayudante que extrae la pistola de la funda para ajusticiarle, exigiendo al muchacho que se ponga en marcha. Pero el oficial ha tenido una idea original y rectifica su primera intención haciéndose, provisionalmente, cargo del prisionero. Sin duda en consideración a la corta edad del enemigo, y aunque el ataque a sus soldados no puede quedar impune y sin el castigo que merece, el oficial dispuesto a hacer un trato, dirigiéndose al muchacho a través del traductor, le increpa:

–No he venido a hacer la guerra a los niños, pero por el hecho de haber atacado a mis hombres mi obligación es fusilarte. Antes, no obstante me gustaría saber el por qué de tu atrevimiento.

–No es atrevimiento sino un deber –responde el muchacho.

–En la guerra cada acción ha de tener una respuesta y sólo una respuesta. A pesar de ello te voy a dar una oportunidad, tendré contigo, y en consideración a tu juventud, una deferencia. Soy de una ciudad alemana donde se fabrican los mejores ojos de cristal de todo el mundo. Se elaboran con tal perfección, que distinguirlos no es precisamente una labor sencilla. Yo mismo tengo un ojo de cristal. Se trata de que aciertes cuál es, sin pensarlo. Si lo haces te perdonaré la vida, de lo contrario…

Apenas había pronunciado el oficial alemán estas palabras cuando el muchacho ruso respondía con seguridad:

–¡El izquierdo! No hay ninguna duda, el ojo de cristal es el izquierdo.

El oficial alemán sorprendido, sinceramente, por la prontitud y seguridad de una respuesta que empequeñecía su discurso, se dirige al muchacho reconociendo el acierto y le pregunta:

–En efecto es así, ¿pero, cómo es posible que lo hayas adivinado?

–Porque entre los dos, el ojo izquierdo es el que tiene algo de humano