martes, 5 de marzo de 2013

Un tema recurrente


                       El libre albedrío

A la salida de la escuela raro es aquél principiante de la vida al que no hayan seducido sus maestros con algunas ideas esenciales, que estampadas en la cabeza, han de servirle como muletas elementales con las que andar. Pero no siempre las muletas prestadas satisfacen las inquietudes o necesidades personales, o permiten andar con soltura, y a veces hay que adquirirlas en otro lugar. Ni siquiera es  descartable que Walter Benjamín tenga razón  cuando asegura que:  La parte más importante de la educación de un hombre, es aquella que el mismo se da. E incluso que, en las antípodas, Santo Tomás de Aquino esté en lo cierto al advertir animando a buscar más allá de lo que quieren enseñarnos: Teme al hombre de un solo libro.

El caso es que tal vez por mi falta de atención y un sentido escaso de la obediencia, me cuento entre aquellos que al abandonar la escuela, sintió la necesidad de complementar las clases previstas por la educación reglada y obligatoria, con voluntarias lecciones de las más extrañas disciplinas. Me lo recordó, hace ya unos pocos meses, la página de Pablo Neruda insertada en este mismo foro, y que hacía referencia al libre albedrío. ¡Nada menos!

En el siglo pasado, como en este siglo, la orientación de las instituciones en cualquiera de las sociedades occidentales, era y es muy semejante; todo hace pensar que nosotros hemos entrado en la posmodernidad, pero la posmodernidad no ha entrado en nosotros. Con independencia de las ideologías políticas, la educación acepta la doctrina del libre albedrío, es decir, la creencia que nos asegura que los hombres podemos elegir, autoforjarnos y tomar decisiones propias, en definitiva la difícil e increíble misión de decidir nuestro destino, o el triunfo personal de hacerse uno a si mismo.

A propósito y en esa dirección, vamos a leer a continuación la síntesis recogida de la página de Pablo Neruda, con un sentido que en poco o nada diferiría de las tesis de San Agustín, u otros padres de la Iglesia, con ideología u orígenes, opuestos. 

“Acepta la responsabilidad de edificarte a ti mismo, y el valor de acusarte del fracaso para volver a empezar corrigiéndote.

Nunca te quejes del ambiente o de los que te rodean, hay quienes en tu mismo ambiente supieron vencer, las circunstancias son buenas o malas según la voluntad o fortaleza de tu corazón.

Recuerda que dentro de ti, hay una fuerza que todo puede hacerlo, y reconociéndote a ti mismo más libre y más fuerte,  dejarás de ser un títere de las circunstancias, porque tú mismo eres el destino, y nadie puede sustituirte en la construcción de tu destino. Nunca pienses en la suerte, porque la suerte es el pretexto de los fracasados”

El mensaje, moralmente exigente, y de una intencionalidad evidentemente positiva, es un discurso que insufla confianza por los cuatro costados. Y predica que basta con el deseo ardiente de una cosa para que su  realización sea un hecho consumado. ¡Si quiero, puedo! ¡Si quieres, puedes! Tal es la doctrina, positivista y animosa, pero… ¿dice la verdad, o dice lo que nos complace oír?

Hay formulaciones literarias, morales, políticas… con la virtud de generar sentimiento de poder, que nos cautivan desde que se nos enseñan, y han sido repetidas tantas veces que parecen impresas en la naturaleza, o que germinan en la tierra como la simiente. ¡Y este es el caso! Uno de los grandes humanistas del Renacimiento, Pico della Mirandola, para nuestra vanidad, incluso tenía una halagadora  interpretación del Génesis, una versión libertaria que detallaba la promesa solemne que Dios le había hecho al hombre:

“No te he dado una forma ni una función específica, a ti, Adán. Por tal motivo tendrás la forma y función que desees… tu definirás tus propias limitaciones de acuerdo a tu propio libre albedrío”.

Su lectura eleva nuestra autoestima, mas con frecuencia los negocios humanos, por rentables que sean, no dan tales rendimientos. El enunciado reverberante de optimismo, que hace creer que hemos encontrado la piedra filosofal que va a procurarnos tanto como necesitamos, tiene su contrario que paradójicamente brota de la razón con la misma naturalidad. Descartes, en una sentencia muy apropiada advertía que:

Apenas hay algo dicho profundamente por unos, que no haya sido refutado profundamente por otros.

Y Ortega y Gasset, tanto o más perspicaz aconseja a los maestros que usan del dogma como de una máquina de adocenar hombres:

Cuando enseñes algo, enseña también a dudar de lo que enseñas.

Pondré un ejemplo. El de la afirmación categórica de Santa Teresa, una fórmula a considerar pensada para combatir cualquier estado anímico dañino o  depresivo:

Si el problema no tiene solución, ¡no te preocupes!
A cualquiera que se le haya educado en este principio, y sólo en él, probablemente no le quedará duda alguna de que es la medida aplicable cuando se tiene un problema sin solución. ¡No preocuparse y a vivir, que son cuatro días! El consejo resulta tranquilizador y persuasivo: lo irreparable no debe hacernos perder un solo segundo. Sin embargo Marx, ante la misma tesitura, aplica otro método en franca oposición al conformismo, y contradice enérgicamente:

Si el problema no tiene solución… ¡preocúpate!
A la vista de conjeturas tan distantes entre ambos autores, y que como el bien y el mal caminan enlazadas de la mano, volvamos a la retórica impecable de Pablo Neruda que comienza diciendo: Acepta la responsabilidad de edificarte a ti mismo. Bien, pues el determinismo, que contradice el libre albedrío y esa afirmación, responde:

 Nadie se hace a si mismo. Cada hombre se comporta como es.

 Y La Biblia, en Jeremias capítulo 10, versículo 23 asevera contradiciendo los enunciados de Pico della Mirandola y de todos los optimistas que parecen haber estudiado en la misma escuela:

El obrar del hombre no está en sus manos, ni está al alcance de nadie transformar o enderezar su marcha.

Lo que este modelo determinista, en sus vertientes religiosa o laica,  propugna al margen de la influencia del medio ambiente y la educación de las que aquí no hablaremos, es que a las personas nos caracteriza un perfil físico concreto. Una estructura biológica y funcional, un color de la piel, una forma de la nariz… o unas proporciones antropométricas personales e intransferibles, que nos confieren una identidad tan peculiar que, quien nos conoce bien, nos reconoce hasta por los andares.

Y de tanta importancia son las diferencias físicas, que unos nacen para ser aplaudidos en los campos de fútbol o las canchas de tenis, y otros, limitados por la libertad condicionada, para mirar y remirar, o aplaudir rabiosamente su juego.

¡Se nace… y el que no nace, no se hace!
Y de la misma manera que poseemos un perfil y unas cualidades físicas que pueden medirse, no es posible escapar a un perfil psicológico que incluye la inteligencia, la voluntad y el sentimiento, y determinan nuestro presente y nuestro futuro. Con tan mala o tan buena suerte, que en función de esos caracteres físicos y psicológicos de los que es responsable la bioquímica, nos aman o nos admiran, nos reconocen y envidian, despertamos interés o curiosidad, levantamos pasiones, o por el contrario: pasamos inadvertidos, nos odian,  somos víctimas  impotentes e inocentes del desprecio o la indiferencia de los demás… o carne para perros. En definitiva y  si el rechazo de que somos objeto se derivara del azar genético de la falta de virtudes, nos convendría asimilar lo que de cierto hay en la sentencia de Diderot, que es mucho: Las virtudes no se aprenden… la virtud es una buena suerte, un destino asignado y que no se compra a ningún precio.

En lo personal y seducido por una concepción  cercana a este modelo, si bien no olvidando la sentencia de Baroja cuando postula la conveniencia de dejar que los idiotas saquen las conclusiones, viendo que mi destino exigía trabajar mucho o de lo contrario no había modo de cuadrar las cuentas a fin de mes, lo hice. Trabajé mucho y no me fue mal arropándome en Voltaire, a quien gustaba decir que, el destino conduce al que cree en él y al que no cree lo arrastra sin compasión.