domingo, 7 de julio de 2013

La muerte en tres cuentos célebres (3)


La muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa.
Miguel de Cervantes
 
No soy cinéfilo, y los conocimientos en ese campo no me permitirían aportar muchos ejemplos originales, pero sí alguno que reúne las exigencias para ser calificado de excelente, en la película de uno de los grandes entre los mejores directores de la historia del cine, el sueco Ingman Bergman, que lleva por título El séptimo sello, y reproduce el ambiente medieval de una Europa fatigada por la peste negra, el fanatismo y la intolerancia, las cruzadas, la superstición y la brujería, la flagelación física, la tortura mental… En resumen, de una Europa abrazada a la guerra como valor supremo, y castigada por todas las miserias humanas que llevan consigo la incultura, y la pobreza: los enemigos del alma… ¡y del cuerpo!
 
El director del largometraje y autor del guión, –hijo de un pastor protestante– es bien conocido como místico laico y existencialista, y la película recordada por todos como un hito, porque la forma de abordar las preocupaciones humanas más profundas, o la técnica del rodaje, son raramente tratadas con semejante acierto, y tienen entre muchos méritos incontestables, el de acercarnos a la imagen de una muerte humanizada.
 

UNA DIFICIL PARTIDA DE AJEDREZ
La primera intervención de La Muerte, en la que quiero detenerme si quiera un minuto, en este vertiginoso relato, es aquella en la que aparece en un contexto secundario e insólito, bordeando el humor negro, y ejerciendo de leñador.
 
El cómico de una pequeña compañía de juglares, a través de un integrante de la misma, ha hecho llegar a su esposa la noticia de su propio fallecimiento, a fin de abandonarla, antes de subir a la altísima copa de un árbol desde la que verá alejarse la carreta donde viaja la mujer y la comitiva. Momentos después de haber pasado el cortejo, la muerte armada de una sierra dentada, se apresta a convertir en verdadera la mentira del comediante, cortando el árbol y provocando el grito desperado del cómico, cuando ya no hay remedio:
 
–¡Leñador, no lo cortes que estoy aquí!
 
–¿Tú no estabas muerto? –responde secamente la parca, mirando hacía arriba, a quien el destino iracundo, y haciendo justicia, ha señalado como víctima.
 
Pero no es el cuento del cómico mentiroso el que me proponía recordar. Nos va ocupar otra historia en la que desde el pesimismo  sensible e inteligente, brilla el atrevimiento de quien no teme a la muerte y, en consecuencia no teme a la vida, y donde encontramos, condensados en muy poco espacio, dos elementos bien ponderados: la contundencia de los designios del destino, y la inevitable sensación de perdedor que inspira el protagonista frente a un enemigo inexpugnable: La Muerte.
 
Inmerso en una crisis de fe y un mar de dudas, y anhelando materializar lo sublime, la incertidumbre cerca al personaje central,
Antonius Block, caballero cruzado que ha vuelto de los Santos Lugares, donde no ha visto a Dios sino desolación y guerra, que le ha llevado a la deriva espiritual, impidiéndole distinguir con claridad un norte para su vida. Antonius rebusca en lo divino, y en un mundo intimista de ideales quiméricos que obran en su interior y no se verifican en el mundo real. Y le acomete la duda en la elección entre la vida y el más allá. En tal encrucijada, cuando la muerte se presenta ante Antonius, anunciándole que lleva un tiempo
caminando a su lado, le desafía a jugar al ajedrez apostando por la vida.

–Si ganas me llevarás contigo, y si gano me dejarás vivir –propone el caballero.
La muerte acepta el reto asegurando ser un excelente jugador. El cruzado, toma una pieza de cada color, y ocultando sus manos a la espalda, las introduce en cada una de ellas, ofreciéndolas a la elección del adversario. La muerte se decide por la mano derecha, y Antonius la abre mostrando la pieza dirigiéndose a ella, y confirma:
 
–Las negras para ti.
 
–Era lo lógico, ¿no te parece? –responde la muerte sutilmente burlona.
 
A partir de entonces, nuestro protagonista, va a enfrentarse en una partida interrumpida ocasionalmente, valiéndose de rebuscados subterfugios en defensa de la gente que le acompaña, porque la muerte le ha revelado que junto a él se llevará a cuantos amigos le rodeen. Y en tal situación, a la espera de que ellos abandonen el lugar, no titubea en tirar las piezas sobre el tablero, disculpándose por la involuntaria torpeza, en una posición favorable a La Muerte, quien le asegura poder recomponer el juego en la próxima oportunidad.

La determinación de alinearse con la vida, el deseo de vivir, o la voluntad de aferrarse a la existencia como única realidad, no es más que la opción instintiva, sentimental o racional, del protagonista en el que aún late una sincera religiosidad, ante la duda de lo que
hay más allá.
 
El encuentro frente al tablero prosigue días más tarde, y el esfuerzo mental intenso, premia a Antonius Block con una posición crítica y de gran complejidad, pero que estima resuelta a su favor. Y en la conciencia cierta de jugarse el ser o no ser en los siguientes movimientos, busca el consuelo espiritual tomando el camino de la iglesia.
 
En un rincón apartado de encaladas paredes, contrasta la arquitectura envejecida y oscura del confesionario al que se acerca el  cruzado recibido por el mágico, persistente y agudo sonido de una campana. Y apoyando la cabeza junto a la reja tras la que se oculta La Muerte bajo una capucha negra, y a la que toma por  un sacerdote, comienza abriéndose al deseo de confesar, exponiendo  inquietudes que le atormentan, en un diálogo que sondea la intimidad del caballero sin que La Muerte ofrezca nada a cambio. Un diálogo que resumiremos aquí porque nos guía esencialmente dar cuenta del desenlace de la historia.
 
–¿Y a pesar de todo no quieres morir? –le pregunta La Muerte.
 
–Si quiero –refuta el caballero.
 
–Entonces ¿a qué esperas?
 
–Deseo saber qué hay después.
 
–¿Buscas garantías? –interpela La Muerte con mesura y serenidad.
 
–Llámalo como quieras –responde Antonius con vehemencia y energía–. ¡Es imposible entender a Dios con los sentidos!… ¿Por qué se esconde tras promesas que no hemos oído y milagros que no hemos visto? ( ) Creo que Dios es una especie de realidad engañosa, de la cual los hombres como yo, no podemos desprendernos… ¿Me escuchas?
 
–Te escucho –asiente La Muerte.
 
–¡Por ello quiero saber! ¡No deseo creer, ni deseo suponer… lo que quiero es saber!… ¡No debemos afirmar lo que no logramos demostrar! ¡Deseo que Dios me tienda la mano, deseo ver su rostro y que me hable! –argumenta restando toda importancia a la fe, seducido por la idea de que sentidos y razón son las armas que se le han dado para valerse.
 
–Pero Dios se calla… ¿Le has llamado?
 
–Así es. Le grito en medio de la noche, pero es como si no hubiera nadie en ningún sitio.
 
–Puede... puede ser que no haya nadie – incita La Muerte, sembrando la duda sobre la existencia de Dios.
 
–Ya lo he pensado… ( )
 
–Te encuentro inquieto –sondea después dando un giro interesado al diálogo.
 
–Es que La Muerte ha venido a verme esta mañana. Estoy jugando con ella  una partida de ajedrez… ( )
 
–¿Y supones que podrás burlar a La Muerte con tu juego?
 
–Pienso en una combinación de alfil y caballo, una posición de la cual todavía no se ha dado cuenta mi contrincante. En la próxima jugada atacaré su flanco izquierdo, y en algunos movimientos más le arrebataré la reina.
 
–¡Lo tendré en cuenta! –contesta La Muerte enseñando su rostro tras la rejilla del confesionario, antes de desaparecer, afirmando que muy pronto se encontrarían para continuar la partida, en tanto escucha decir al cruzado, que ha sido objeto de una traición.