domingo, 7 de abril de 2013

Un tema apasionante



La Evolución


Toda la historia del progreso humano se reduce
a la lucha de la ciencia contra la superstición.
G. Marañón


De cuando en cuando, en Calpe, y en un determinado punto junto al Mediterráneo, mido con la vista el agrandamiento paulatino de un agujero en la roca, por el que sale  agua a presión impulsada por el oleaje. Lo que hace siete años apenas era una minúscula abertura del diámetro de una uña, hoy supera el de un enorme puño.

            El hecho es insignificante comparado al fenómeno del Gran Cañón del  Colorado, en el estado americano de Arizona: la erosión del terreno, excavado hasta una profundidad de 1.600 metros, en un recorrido de 450 kilómetros, y una anchura en los estratos superiores de entre 6 y 29 kilómetros. ¿Cuántos millones de años han hecho posible esa herida de extraordinarias dimensiones, en la superficie terrestre? Si tal como calculaba el obispo James Ussher en el siglo XVII, la Tierra hubiera tenido 4.004 años de existencia al nacimiento de Cristo, verificados a partir de las generaciones pasadas por las Sagradas Escrituras, eso no hubiera sido posible. El planeta contaba con muchos millones de años, y el obispo erraba, como erraba mi abuelo al predecir la victoria en el canódromo, del galgo con el dorsal número 7, que le hizo perder una fortuna. Al lector, o al autor de este artículo, les resultaría difícil hacer el cálculo de la edad del Gran Cañón, pero sumamente fácil la somera aproximación a la antigüedad de la Tierra, porque ateniéndonos a la genealogía de San José, a la que  el evangelio de Lucas, III 23-38, emparienta con  Adán y Eva en sólo 75 generaciones, lo facilita. Sin embargo, en nuestro siglo, una elemental y racional desconfianza,  nos impediría sostenerlo.

            El efecto del río Colorado creando el Gran Cañón, todavía debiéramos   considerarlo un hecho de escaso relieve, porque hay fenómenos geológicos como la deriva de los continentes, incomparablemente más sorprendentes. Veamos.

En el año 1610, Francis Bacon sugiere que las semejanzas en el perfil de la costa este de América del Sur y la costa oeste africana, requieren de una hipótesis atrevida que la explique. Alexander Humboltd ya terciado el siglo XIX, cree encontrar la explicación en la invasión por las aguas oceánicas, de un vasto valle que uniría ambos continentes. Antonio Snider en 1858 aventura muy posible su rotura y la posterior separación, y Frank B. Taylor es tomado por catastrofista cuando expone la tesis de los movimientos de los continentes, a gran escala, con argumentos de racionalidad verosímil. A éstos y algunos otros predecesores se debe una avanzada presunción, pero es el alemán Alfred Wegener en 1912, tras presentar una espectacular cantidad de pruebas paleontológicas, geográficas, paleoclimáticas, biológicas y geológicas, quien formula la teoría de la deriva de los continentes afirmando que 600 millones de años antes habían estado unidos en un supercontinente al que se da el nombre de Pangea. La resistencia firme desde algunos campos de la ciencia a la teoría de Wegener, no es un asunto que merezca ahora atención, pues el tiempo se encargaría de hacer más sólidos y convincentes los argumentos apoyados en nuevas técnicas de exploración, mapas topográficos suboceánicos, u otras aportaciones, que hoy hacen de ella un modelo científico único para la evolución geológica del planeta Tierra.


      Lo que la común insistencia de los defensores de la tradición a ultranza, quieren vendernos hasta la impertinencia, es que nunca pasa nada, y los fenómenos que acompañan al planeta en su traslación y giro en torno a su propio eje, el sistema solar, las galaxias, el cosmos, o simplemente la vida en la Tierra, son inamovibles, inalterables, estáticos y sin historia. La analogía con un ser que naciera, viviera cien años, y muriera sin cambios en la esencia, en el fondo o en la forma, se ajustaría a esos parámetros de un orden inmutable determinado, eternamente, por la causa prima. Ahora bien, la selección artificial llevada a cabo por el hombre durante siglos, manipulando especies vegetales para obtener variantes, calidad y cantidad dedicadas a la alimentación, o la intervención con fines interesados en el cruce de animales, para rentabilizar la producción de carnes, leche o lana, solamente son anecdóticos ejemplos de lo que la naturaleza es capaz de hacer, por sus propios medios,  a lo largo  de millones de años. 

            No basta que en el año 1947 la Iglesia Católica Romana admitiera que el Génesis relata la Creación  en sentido metafórico y simbólico, y hoy la razón está en condiciones de explicarlo científicamente. No basta que haya incluso sacerdotes que trabajen en el campo de la antropología biológica y los yacimientos, con restos de homínidos. No basta, no. Tampoco es suficiente saber que los autores de los documentos de la antigüedad, conocían de sus antepasados menos de lo que conocemos nosotros, y poseían un dominio del medio, las artes o las ciencias, muy primitivo, y sin duda inferior al nuestro. Desde un incauto eternalismo, y en el empeño de confundir lo antiguo con lo bueno, o lo arcaico con lo verdadero, más papistas que el Papa, algunas sectas fundamentalistas persisten en  presionar sobre una teoría, que más que una simple teoría, es un hecho incuestionable: la evolución de las especies, y en consecuencia la evolución del Hombre. Una realidad de la que se ha dicho que nos devuelve al lugar de donde nunca debimos salir: la naturaleza.

            Hoy el cálculo del obispo irlandés, Ussher, que dataría el origen del mundo conocido o desconocido en 6.017 años de antigüedad, no goza de mucha salud. La ciencia a quien gusta estudiar, historiar y fechar los hallazgos que desvelan misterios que se remontan a la noche de los tiempos, nos ofrece los resultados de una larga serie de descubrimientos, que  permiten estimar que la Tierra tiene 4.500.000.000 años. La vida en la Tierra, 3.000.000.000. El género Homo, 2.500.000. Pobladores de Siberia atravesaron el estrecho de Bering, pasando a América entre 15.000 y 17.000 años atrás, durante la última glaciación. El hombre practica la agricultura y se sirve de los animales hace más de 10.000. Y los primeros escritos conocidos de sumerios y egipcios datan de 5.000 años aproximadamente.

           Entretanto la evolución cósmica, la evolución geológica, la evolución de las especies y la evolución humana, la evolución cultural o la evolución del lenguaje,  no se detienen, si bien pasan desapercibidas o son negadas desde la antigüedad, hasta la llegada del Charles Darwin, a la sazón escéptico y antiguo estudiante de Teología del King’s Collage de Cambridge, facultado en éste para ejercer de pastor en la Iglesia Anglicana. El acontecimiento tiene lugar a la salida de la imprenta, en 1859, de “El origen de las especies”, que hace de la selección natural y la lucha por la supervivencia, el motor más importante del proceso evolutivo. El impacto de la publicación es inmenso y las controversias agrias, por la desautorización que comporta para la tradición religiosa, pero Darwin se abstiene de participar en el debate, y continúa con su labor investigadora como única prioridad, al objeto de hacer público “El origen del hombre”.

            En esta brevísima exposición, no entraremos en el cúmulo de precursores, ni en el de las personalidades que acompañaron su aventura. Y a partir de aquí quedaría insertar  un resumen de la teoría, y las aportaciones importantes, siempre insuficientes de la antropología biológica y de todas las disciplinas científicas implicadas y comprometidas con la evolución. Pero siendo mi intención escribir un breve alegato, interrumpiré el discurso para insertar el árbol genealógico de la especie humana, reduciendo en lo posible la jerga técnica a lo indispensable. Un esquema elemental, como muestra de lo que finalmente es un complejo e incompleto cuadro. 

            Definiremos primero qué es Especie y Género tal como lo aprendimos en la escuela, o debiéramos haberlo aprendido de poner la atención suficiente. 

-La Especie se define como conjunto de individuos capaces de procrear hijos que puedan tener descendencia fértil.

-El Género lo compone un grupo de especies afines: la cebra, el caballo y el burro son de distinta especie pero del mismo género.

El hombre pertenece a lo que la antropología llama ateniéndose a las evidentes diferencias morfológicas, género Homo, cuyo origen está en nuestro antepasado más antiguo: el Australopithecus afarensis, primate bípedo erguido sobre dos patas, y ascendiente que sucedió a los que tenemos en común con el chimpancé. Y al género Homo le distinguen al menos tres especies, a saber:

            -Homo habilis: Vivió entre 2,5 millones, y menos de 2 millones de años atrás.

            -Homo erectus: Vivió entre 2 millones, y 1/2 millón de años atrás. 

            -Homo sapiens: Especie a la que perteneció el extinguido Neandertal. O el Homo antecessor, cazador recolector más antiguo de Europa con residencia y dirección postal en las cuevas de Atapuerca, que anduvo españoleando por la provincia de Burgos hace ya 800.000 años. O el hombre actual, emigrante africano aparecido aproximadamente hace 100.000 años, al que llamamos Homo sapiens sapiens, y que trajo consigo importantes aportaciones o instrumentos de piedra de mayor precisión. 

            Por la trascendencia e importancia de una nueva revolución copernicana, el darvinismo ha cosechado defensores y detractores dado que establece que, la lucha por la supervivencia y el éxito del más apto como elemento esencial de la selección natural, determina  la derrota de los más débiles. Que en la naturaleza reinan los principios del darvinismo, o que la lotería de la vida premia o castiga a los individuos, aleatoriamente, debería estar asumido por todos, pero el opositor, pertinaz, a la vista de las consecuencias desastrosas para su ideología, ha encontrado el resquicio para combatirlo.


 Y ha hecho correr ríos de tinta, propagando la idea de que el evolucionismo es origen de todas las miserias humanas: el liberalismo económico capitalista, el racismo, la hegemonía de los fuertes, la decadencia del

 sentimiento religioso, el nazismo, la relajación de la moral y el crecimiento de las aberraciones, o el desembarco de Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, aunque Darwin no compartiera los prejuicios del racismo u otras lacras citadas. Por ello y ofuscados en la defensa de la tradición y las buenas costumbres, los detractores que han usado del mecanismo selectivo darvinista para beneficio personal, pero sin aplicarle la denominación, han decidido la conveniencia de: ¡matar al mensajero! Ansían silenciarlo porque el resultado de estudiar la naturaleza, y descubrir los mecanismos que han sometido, someten y someterán al hombre con independencia de que las acepten o denigren, no satisface su ideal, ni alienta sus sueños. Todavía hoy se lleva a cabo una extraordinaria campaña apoyada en dólares efectivos, en una cruzada inútil contra la ciencia, destinada de antemano al fracaso, bajo la bandera que glorifica el diseño inteligente, con juicios al darvinismo que lo califican, peyorativamente, de nueva religión. Una crítica desprovista de sentido, pues idéntico desprecio podría dirigirse contra los fundidores de metales, porque sus artes han hecho posible la invención de armas mortíferas para la guerra; o de los agricultores que cultivan la remolacha azucarera, presuntos responsables de la génesis de las caries infantiles. 

            Por el contrario, a la trinchera de los defensores se sumaron los débiles, en una consagración de la trinidad humanista del siglo XX –Marx, Freud y Darwin– que no significó precisamente su perdición. La cultura unida a las ventajas de la asociación o unión de los débiles, a sabiendas de que la naturaleza no era ventajosa a sus intereses individualistas, produjo una reacción inmediata de simpatía por la evolución opuesta a la inmovilidad, o la atonía. Desde el conocimiento de la realidad, y en la certeza de que el caudillismo mesiánico no era pródigo, los débiles y las clases más desfavorecidas, desplegaron y despliegan ingentes energías para vencer la adversidad, seducidos por la convicción de que la evolución es la historia de la vida, una esperanza de que el mundo se puede cambiar. Y también ellos tienen, para con el nuevo creacionismo, una sentencia lapidaria: 

El diseño inteligente hace llorar a mi mono.

            La brecha abierta por Darwin, era y es algo más que un mero pasatiempo propio de intelectuales de salón, y no ha sido superado, pasando a constituir una más entre las preocupaciones culturales de las mayorías inquietas. Hoy ya no es posible sustraerse al hecho de que, si bien los pensadores trabajan por explicar quiénes somos, la ciencia lo hace por saber de dónde venimos. La evolución es un arma para indagar el origen y el camino recorrido por el animal humano, que no sabemos adonde conduce. Lo demás, es discutir lo evidente.

                                                                                                      Mariano Martín S.E.

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