domingo, 30 de septiembre de 2012

Cuentos célebre de animales (3 de 3)

El hombre es el animal que está 
un milímetro por encima del mono, 

y un centímetro por debajo del cerdo.

                                                                                                                                     Pio Baroja


DEL TERCERO de los cuentos desconozco al autor y no tengo memoria alguna, pero debe de haber sido llevado al papel. De manera que en tanto algún amigo me remite su texto, lo rescribiré como suele hacerse con frecuencia en este género literario, contribuyendo así a su difusión. El cuento pretende enriquecer e ilustrar una vieja idea, el conocido aforismo del filósofo griego Jenofantes, que postula:

Si los toros creyeran en Dios, le pintarían con cuernos”

El pensador griego presuponía que si los animales tuvieran la capacidad reflexiva acreditada por el animal humano, se afirmarían en la misma y equívoca percepción egoísta, que hace atribuirnos a los hombres el privilegio de ser espejo donde todo se mira, o epicentro exclusivo y meritorio de atención: niño en el bautizo, novia en la boda, cadáver en el sepelio, o verdugo y hacha en el patíbulo.



Veinticinco siglos después de la muerte del pensador griego, al autor de la ficción que traemos hoy a esta página, le anima idéntica intención que al filósofo: poner de relieve el antropomorfismo de la divinidad, valiéndose del viejo ardid de la humanización de los ratones. Y todavía podemos ir más lejos; la idea de que lo Divino y lo Humano son una sola y misma cosa, la extendió Hesioto veintisiete siglos atrás, y no ha perdido vigencia desde que sentenciara “Vox populi, vox Dei”, para disgusto y desautorización de emperadores, reyes y generalísimos, que con las armas en la mano  defendieron su derecho a gobernar por designio divino. En el fondo se amparaban en la sentencia de Jenofantes repetida cada generación una y mil veces, con muy distinta intención, ansiando sino en el fondo sí en la forma, ganarse el marchamo de originalidad. Ciorán, por ejemplo y casi ayer mismo, nos dejó el siguiente aforismo coreando la misma letra:

“Toda versión de Dios es autobiográfica. No solamente procede de nosotros, sino que es asimismo nuestra propia interpretación”.

Relatos como el que a continuación vamos a contar, que hemos leído reducido a una paráfrasis de veinte palabras, ilustran el principio de que “el hombre es la medida de todas las cosas”, sostenido por el presocrático Protágoras de Abdera, Aristóteles o Voltaire: algo es bueno o malo, admisible o rechazable, grande o pequeño, porque en una consideración subjetiva e interesada, -y con torpeza- lo medimos con escala de proporciones humanas. Y aún más. Cada individuo aplica a los valores universales más sublimes, las referencias particulares más banales e insípidas, reduciéndolos a la condición de domésticos obedientes al servicio de sus miserables e insignificantes conveniencias: “Gracias a Dios he encontrado el cepillo de dientes”. El Ángel de la Guarda y Conseguidor, asignado al agraciado, le parece a éste de muy baja condición y con tan mala prensa como el Inspector de Hacienda, al que en consecuencia, y galleando si no le faltara valor, debiera rechazar con buenos argumentos: 

“Los impuestos que debo pagar los acordaré directamente con el Jefe de Gobierno… ¡fuera intermediarios!”  



Acaparador y aventajado utilitarista, en una maniobra de distracción imperdonable, cada hombre puede hacer el milagro de que lo Absoluto se ocupe de sus nimiedades y bagatelas más infames, mientras le hace olvidar necesidades tan inaplazables, dramáticas y fundamentales como detener el progreso galopante de la metástasis de células tumorosas que, sistemática e implacablemente sanguinarias, martirizan hasta devorar cada día a miles de seres humanos inocentes.
Una cultura milenaria inculcada por especialistas consagrados a la misión de enseñar a los hombres, casi desde su nacimiento hasta la muerte, aún no ha sido capaz de imponer el sentido común, -si es que tal sentido existe- sobre los instintos más primarios. Un fracaso.


-El ombligo del mundo-
ENTRE EL CAMPO y la ciudad, nacidos en un agujero inadvertido para sus enemigos, crecían dos ratoncillos que habrían de madurar física y síquicamente antes de atreverse a compartir el peligroso mundo exterior. De los adultos, que alimentaban y cuidaban a los pequeños ávidos de sensaciones, aventuras y deseos de vivir, recibían oportunas enseñanzas, posibilitando la pervivencia de la especie y el entendimiento entre sus miembros, e incluían lecciones de moral que a los roedores bien nacidos, permiten distinguir entre lo bueno y lo malo, lo superficial, o lo trascendente, lo importante y lo accesorio. A la educación de la conducta, se añadirían las creencias transmitidas de generación en generación, de que ocupaban el mejor espacio y gozaban la suerte de la mejor tierra, el ambiente más propicio, las hembras más hermosas, o el queso más exquisito. Y escucharían de labios de mamá, la fábula atribuida a Esopo, y su moraleja a favor del medio agrario frente al mundanal ruido de la ciudad: “Más vale una vida de modesta paz y sosiego que todo el lujo del mundo lleno de peligros y preocupaciones”. Y de su padre, la advertencia del probable peligro de una visita a sus feudos del monstruo agresivo e infernal, al que no llamaba lobo, sino: gato.

¡¿Gato?! –interrogaron exclamando los pequeños, a dúo.
Un bicho tan perverso como el búho, horroroso y con ínfulas de independencia. Cazador ágil, y carnívoro, dotado de notable olfato y afiladas zarpas, con frecuencia sordo, dormilón por antonomasia, y sin embargo, merodeador nocturno y explorador a la búsqueda de oportunidades a la garra. Toda la actividad, amabilidad y perseverancia que sobra a la hormiga, le falta al gato: felino de salón, asesino despiadado que a nosotros nos ha declarado la guerra sin cuartel, y huye cobardemente del perro como de la muerte. Lo veréis como doméstico lacayuno de brujas y magos en fiestas orgiásticas y lujuriosas… no se pierde un aquelarre; a ese parásito vividor, refugiado a cada momento en el sol que más calienta, no le avergüenza ser un oportunista y desgraciado acólito servil del hombre –abundó el ratón, padre de familia.

Papá, ¿quién es el hombre? –inquirió el más crecido de los hermanos.

 –¡Un mastodonte! El más salvaje, cruel y peligroso entre todos los animales, el rey del caos ordenado, dotado de las determinaciones suficientes para cambiar el equilibrio ecológico del planeta, haciéndolo irrespirable e imposible de habitar…

¿Trabajan? –interrumpió el benjamín.

Algunos y con poco provecho… ¡trabajan hasta la extenuación! Otros se abstienen de hacerlo aunque sean los que mejor viven… No lo parece, pero este animal gregario, con el gato y los de nuestra especie, tiene muchas cosas en común, incluidas las enfermedades: es un simple mamífero. Los ratones le burlamos con facilidad, y en la ciudad vivimos en libre albedrío enteramente a su costa. El hombre no es consciente de su insignificancia, y no sé por qué se cree tan inteligente. ¡No lo sé!

¿Cómo le distinguiremos de cruzarnos con él? –se interesaron.

Miradle las extremidades superiores, las maneja bien y cuenta con cinco dedos en cada una, uno más que nosotros, aunque el más pequeño de ellos no le sirva para nada. Tened en cuenta el color de la piel: hay hombres blancuzcos, negruzcos, amarillentos… carecen del color “gris ratón” envidiable y aterciopelado, distinguido, aristocrático y vistoso, que nos hace estéticamente únicos. Y ¡atención!: envuelven su cuerpo con trapos de distintos colores, sin orden…



¿Por qué, de colores? le cortaron.

Lo ignoro, aunque supongo que por envidia del camaleón. Dejadme continuar…. el pelo les cubre la cabeza en forma de bola, andan torpe y lentamente sobre dos patas, gorjean para entenderse entre sí, y honran a sus congéneres después de muertos, aunque los vilipendien y difamen a lo largo de la vida… Son animales extraños, altivos y verticales, que cuando no pueden mandar sobre otros, se compran un perro.

¿Podemos llegar a entenderlos?

Sí, podemos llegar a entender lo que piensan, son tan grandes que lo evidencian gestos y movimientos de su cuerpo. Pero nos resulta incomprensible saber por qué juran o prometen una cosa, piensan otra distinta, y a la media vuelta contra todo pronóstico, hacen la contraria. ¡No son de fiar! Carecen de los méritos suficientes para que depositemos en ellos nuestra confianza, aunque lo intentan haciendo creer que proceden del  rancio y noble linaje  del mono.

En fin, en la formación de las criaturas, contaba el adiestramiento práctico para adaptarse a la realidad, o reconocer a los amigos y los enemigos. Tampoco, y conforme al pragmatismo conveniente, faltaban supercherías y prejuicios preponderantes en el mundo de los ratones, cuya inteligencia para las ciencias exactas, o las especulativas, calificaríamos los hombres de rudimentaria e instintiva, o sin pies ni cabeza.

Una noche sin luna, amparados por los consejos maternales, los ratoncillos se aventuran a salir de la ratonera protegidos por la oscuridad, con decidida intención de conocer el entorno y respirar aire limpio. Dos pasos adelante y uno atrás; la cautela en el movimiento se corresponde con el precavido temor a lo desconocido, y el contacto entre ellos, caminando muy juntos, produce una indispensable sensación de mutuo y solidario amparo. Apenas franqueada la puerta del seguro habitáculo, en la que cuelga un rabo de gato porque proporciona buena suerte, con los sentidos despiertos, la emoción dibujada en la cara, y pleno el sentimiento de libertad, miran hacia arriba y descubren el espectacular manto infinito de puntos brillantes que titilan incansablemente. Reconocen lo que ven: el largo y ancho firmamento desde donde las almas incandescentes de los ratones muertos, iluminan la noche.

Ha prometido mamá que, en las próximas noches, nos acompañará para identificar a nuestros abuelos entre las luces  más brillantes le dice un ratoncillo al otro señalándole las estrellas.

En el aire, sin esperarlo y como salido de la nada, algo extrañamente veloz atraviesa el campo de visión de los pequeños roedores, que atónitos, con los ojos de para en par, prestan atención absoluta. Parece un ser vivo en trajín aleteador,  surca la oscuridad en imaginativo y quebrado movimiento describiendo rápidas, gráciles, indescriptibles y arriesgadas parábolas sobre sus cabezas, y es un murciélago. Fascinados ante la inesperada aparición de un ratón al que adorna el privilegio sobrenatural de volar, irradiando entusiasmo los ratoncillos corren hasta el interior del hogar, mientras con entrecortada voz gritan desaforadamente, y palmean locos de contentos:

–“¡Un ángel, un ángel!… ¡Mamá, mamá, hemos visto un ángel!”

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