viernes, 27 de julio de 2012

Cuentos célebre de animales (1 de 3)

Sufrir sin quejarse es la única lección que debemos aprender en esta vida.
Blasco Ibáñez



 EL CUENTO  es el género literario más importante e influyente en la historia de la humanidad, porque su forma y brevedad es apto para introducirse bajo la epidermis de las  conciencias más primarias, y transportarlas más allá de la realidad. Un vehículo de apariencia frágil sin pretensiones, pero dotado de la solidez del todoterreno y la ligereza del ala delta; un arma de hechuras inocentes, simple como la daga y arrasadora como la bomba nuclear; un excitante avivador de fieras, o un somnífero para morsas y paquidermos. Generación tras generación, nuestros ancestros nos educaron con cuentos, y en multitud de oportunidades la ambición del narrador astuto y sutil, nos vendió gato por liebre, haciendo pasar cuentos por historia verdadera, ya fuera ésta sagrada y venerable, o profana y laica.

Ya adultos y adeptos a su formato, de la nutrida colección de cuentos heredada y suficiente para empapelar El Escorial dos veces, arrumbamos en el baúl del trastero muchos de los ellos, y nos entregamos a la lectura de otros, aquellos que renovaban nuestra sangre y demandaba nuestra sensibilidad devoradora e insatisfecha. De estos quiero hablar: de los cuentos, fábulas, narraciones breves y microrrelatos, que pesan en nuestro recuerdo con efecto demoledor, y que leídos de un tirón y en corto espacio de tiempo, impactados por su desenlace y ruptura radical, dramática, inverosímil o humorística, con frecuencia pusieron un punto final a la jornada, e impedido que iniciáramos otra lectura. En otras ocasiones y de distinto modo, no llegamos a verlos impresos en papel: los escuchamos de viva voz. En cualquier caso, los buenos cuentos exigen siempre tiempo para meditar, y aún siendo cierta su carencia de complejos nudos a deshacer, maltratan la conciencia, escarban el subconsciente, proveen de un sentido inteligente a la duda, y tienen el mérito bien ganado de enseñar y sembrar, sin adoctrinar, o la virtud de ayudarnos a despertar, y no a dormir.

En el fondo, e intencionadamente, los cuentos célebres de animales que me  propongo recordar aquí, solapan valores y sentimientos humanos, con instintos y conducta de los animales, y hasta abanderan una defensa a ultranza de la vida de éstos.  Y de ningún modo son ajenos a la sensibilidad del pensamiento animalista; han sido seleccionados pensando en el filósofo australiano de nuestros días, Peter Singer, controvertido alentador del movimiento que se ha hecho ver por las calles de Melbourne descansando sobre fardos de paja, y con un bozal cubriendo su rostro, en el interior de una jaula; el Peter Singer que ahonda en la teoría del utilitarismo de Jeremy Bentham, y su tesis de que los actos humanos deben juzgarse en función de la utilidad que tienen, es decir, según el placer que proporcionan o el sufrimiento que producen, y que dejándose llevar por la sensibilidad favorable a la vida animal, aplicando el principio de minimización del sufrimiento, concluye que: luchar por el derecho de los animales, es hacer a los hombres más humanos.

Conveniente a la brevedad, dejo aquí el preámbulo con que pretendo rememorar el primero de tres cuentos célebres de animales, que en mi cabeza desafían al olvido.

-Fidelidad e instinto-
EL ORIGEN del primero de los cuentos, a cuyo espíritu espero ser fiel, cuando menos pudiera remontarse a cinco siglos atrás. Debemos su divulgación a un escritor de culto al que se llamó “impío contumaz”: el valenciano y naturalista Vicente Blasco Ibáñez, quien lo versiona e incluye en la novela Cañas y Barro.



Relata la historia del pastorcillo que apacentaba cabras, y paseaba orgulloso con una serpiente enroscada al cuello, a la que en sus primeros días amamantó con leche recién ordeñada, y trató como a un ser humano. Por brujo tenían las gentes de la Albufera al muchacho, y por el mismísimo diablo, al ofidio al que llamaba Sancha, y en quien reconocían a su protector contra los reptiles que poblaban una densa flora selvática. La leyenda, endulzada con la mutua satisfacción en los juegos infantiles que alegraban sus horas, o la reciprocidad del reconocimiento de los valores que asienta las amistades sólidas, se pierde en el rumor persistente, inverificable y mitificado, durante los años de su ausencia.

Siendo el cabrerillo ya un hombre, corrió como la pólvora entre los habitantes de la Albufera la noticia de su estancia en el ejército, en la guerra, y en tierras italianas al servicio del Rey. Los ecos de su valentía en la lucha contra los enemigos del monarca, el rango militar alcanzado con acciones heróicas, o la fidelidad a los compromisos, hasta hacer de él una leyenda para algunos vecinos, y una farsa para otros, se emparejaron al misterio de su personalidad inabordable. Y nadie ocupó su lugar en el bosque; temerosos de las alimañas que lo frecuentaban, ningún rebaño osó campear por aquellas pestíferas lagunas durante los años en que anduvo alejado.

Un día en que agostaba el verano, y diez años más tarde, los vecinos vieron aparecer a un soldado. Botas robustas de caña alta y punta vertical, barba descuidada, uniforme castrense y paso marcial, le hacían difícilmente reconocible a las lugareñas semiocultas tras de las ventanas, pero era el pastor que regresaba ansioso por reencontrarse con sus mejores días, su entorno y añeja intimidad. Llegó hasta la llanura pantanosa donde en otro tiempo cuidara del ganado, y llamó a la serpiente como acostumbraba hacerlo con frecuencia en el pasado:

–¡Sancha! ¡Sancha!

 Le respondió el silencio, por ello recurrió al silbido agudo y penetrante, el último recurso, la contraseña de urgencia a la que el animal respondiera siempre. Al silbido le sucedió un ruido irregular, misterioso y prolongado, producido por el movimiento de la tupida maleza seca de los alrededores, que precedió a la aparición del reptil. El soldado, sorprendido de su enorme tamaño, dudó entre abandonar el lugar o esperar la reacción del animal, que pareció reconocerle, ascendió serpenteante desde los pies hasta su cuello, anillándose en torno al cuerpo, los brazos y la cabeza, y mirándole a los ojos frente a frente, exhaló su aliento.

¡Sancha, basta de bromas! protestó el soldado cada vez más angustiado por las caricias y la presión cada instante más firme de la bestia. ¡No he venido a jugar, suéltame!insistió claudicante y con un hilo de voz ante la indiferencia del reptil.

Días después, la Albufera se vestía de luto. Más veloces que el pregonero, las campanas del poblado en secuencia lúgubre, extendiendo el mensaje que al vecindario sonaba a muerto, doblaban con sombrío y melancólico ritual de honra fúnebre en series de doce badajadas. Las mujeres reunidas en apretados grupos, cuchicheaban y se hacían cruces poniendo en duda los méritos, las virtudes, y el respeto al dogma del difunto: “Que el Señor se apiade del alma de ese hereje”. Unos pescadores habían hallado el cadáver del soldado, decompuesto y triturado, víctima del irresistible instinto salvaje de la vieja amiga.